¿Dónde está Dios cuando más lo necesito?
Cuando supe que mi querida amiga había muerto en un accidente automovilístico este verano, quedé aturdida. Ella era como una segunda madre para mí; una esposa fiel, madre y amiga. Era inolvidable. Y su vida se esfumó tan abruptamente que no lo podía procesar.
De inmediato busqué al Señor. En la confusión abrumadora, bajo la terrible tormenta del temor, en esta interrupción repentina de una existencia hermosa, clamé a Él.
Y no escuché nada. Silencio absoluto.
Ese sentimiento perturbador de abandono parecía contradecir el Salmo 46:1 (LBLA), “Dios es nuestro refugio y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones” ¿Por qué fue que cuando más necesitaba su presencia sólo había una agonizante ausencia?
Como dijo C.S. Lewis tan secamente en medio de su propia pérdida, “¿Por qué es Dios un jefe tan omnipresente en nuestras etapas de prosperidad, y tan ausente para ayudar en tiempo de problemas?”
Dios era absolutamente soberano sobre esta escena. Sentí esta verdad con más dolor que consuelo después de lo sucedido. Por unos cuantos segundos o centímetros ella podría haberse salvado. Su muerte no fue casual. Como mínimo fue permitida, si no orquestada, por Dios, Y eso me aterrorizaba. Dios, en quien yo confiaba, escribió este sufrimiento en nuestra historia.
Entonces, cuando nos sentimos tentados a dudar de un Dios que se siente ausente, ¿qué hacemos?
Primero, huí
Abrumada, fui a abrir mi corazón a mi padre. “Tengo miedo”, le dije. “Dios no sólo permitió esto, fue su voluntad. Me aterroriza Aquél que es mi ayudador. ¿Qué hago?” Mi papá me contestó con Proverbios 18:10: “El nombre del Señor es torre fuerte, a ella corre el justo y está a salvo”
“Sólo tenemos dos opciones”, me aconsejó. “Podemos elegir correr hacia Dios o lejos de Él. A veces es temible correr hacia Él: es enorme y poderoso. Pero huir de Él es aún más aterrador”. Dios me hizo entender que no podemos perder la esperanza en Él cuando las cosas se ponen difíciles. Debemos pedirle sin cansarnos, como el amigo persistente en Lucas 11.
Dios me recordó que sus caminos y sus pensamientos son más altos que los nuestros (Isaías 55:9). Y después de todo, el peor suceso que jamás podrá pasar — el asesinato de su hijo — se convirtió en la cosa más maravillosa para nosotros, otorgándonos la salvación y revelando la gloria suprema de Dios.
Debemos correr a Dios en gozo y en tristeza, felicidad y dolor, vida y muerte. Tenemos esta promesa: Si nos acercamos a Dios, Él se acercará a nosotros. (Santiago 4:8).
Después, esperé
Además de buscar a Dios persistentemente, debemos esperar fielmente su respuesta.
Al Señor esperé pacientemente, y Él se inclinó a mí y oyó mi clamor. Me sacó del hoyo de la destrucción, del lodo cenagoso; asentó mis pies sobre una roca y afirmó mis pasos. (Salmo 40:1–2)
John Piper observa que el Salmo 40:1 no especifica cuánto tiempo debemos esperar. El salmista simplemente dice “esperé”. El salmista tampoco dice, “Le grité fervientemente al Señor hasta que oyó mi clamor y me rescató”. El esperar implica rendición. Es casi imposible salvar a un hombre que se está ahogando cuando está manoteando en medio del pánico, tratando de salvarse. Sin embargo, cuando se relaja, puede ser rescatado.
Después de revelar que Dios es nuestro “pronto auxilio en las tribulaciones”, el Salmo 46 dice en el versículo 10, “Estad quietos, y sabed que yo soy Dios”. Esta sumisión es crucial para nuestro auxilio, debemos pedirle ayuda a Dios para poder lograrlo. Hemos de descansar en su amor, confiando que lo que sea que Él haga es verdaderamente para su gloria y nuestro bien.
Dios, mi Consolador
La sanidad no llegó de la noche a la mañana. Pasé muchos días con terror, escudriñando las Escrituras y clamando a Dios. Hubo incontables ocasiones en que no tenía otras palabras en mí excepto, “¡Ayúdame Dios!”
Cuando empecé por primera vez a clamar a Dios a pesar de mis temores, sentía como si mis súplicas no llegaran más allá del techo. ¿En verdad me podía oír Dios? Me sentía como el amigo persisitente que C.S. Lewis describió como: “Con una puerta que te cierran en las narices, con un ruido de cerrojos, y un cerrojazo de doble vuelta en el interior”. Pero con el paso del tiempo, con la tierna obra de Cristo en mi corazón, aumentaron mis oraciones. Las Escrituras me confortaban en maneras nuevas mientra Él enviaba personas mediante las que me recordaba su amor y su Palabra en los momentos adecuados: tesoros preciosos para mi alma herida.
Algunos días caía de nuevo en el “¡Dios, ayúdame!” Pero en esos tiempos Él fue paciente conmigo como lo es con todos nosotros. Suavemente, su paz llegó a guardar mi corazón y mi mente. Al principio vino de manera desapercibida, como la primera luz del amanecer, pero llegó para consolarme, tal y como me lo prometió. (Filipenses 4:7).
Al final, tenemos una esperanza mucho mayor que cualquier dolor que podríamos experimentar aquí en la tierra. (1 Tesalonicenses 4:13-18). Tenemos la promesa de un final feliz, la unión con Cristo, y que lo que suceda aquí no durará para siempre. Cristo viene. Sólo debemos seguir corriendo hacia Él, esperando en confianza y paz.