Por cada oración sin respuesta
Oraba a Dios todos los días pidiéndole que sanara a mi hermanito.
Al igual que Jacob, planeaba aferrarme a él y no dejarlo ir hasta que bendijera a mi hermano dándole la libertad del cautiverio del autismo. Se me lastimaron las rodillas. Me dolía la espalda. El cansancio me ganaba y terminaba mis sesiones de oración. Los días se volvieron semanas, y las semanas, años. Suplicaba a diario y, como resultado, casi perdí la fe.
Nunca antes me había preguntado si Dios me escuchaba o no. Nunca antes había orado con suficiente detallismo para saber cómo respondía. Antes le pedía que me ayudara a aborrecer mi pecado con más vehemencia. Le pedía que viniera su reino. Pedía conocer más de su amor. Ver su gloria. Servir a su pueblo. Hacía oraciones apropiadas, inspiradas por Dios, pero más seguras, sin fecha de vencimiento y sin claridad total sobre si Dios había dicho que no.
Hasta que llegó el diagnóstico. La necesidad, y no el coraje, me llevó a pedir específicamente que mi hermano fuera sanado. Mi petición tenía un nombre, una risa, una expresión confusa mientras hablábamos. La respuesta de Dios a mis oraciones sería observable, verificable, pública. El sí o el no de Dios sería visto por algo más que los ojos de la fe. Él curaría a mi hermano, o no lo haría.
Y después de dieciocho años, no lo ha hecho.
Tomárselo personal
Después de innumerables oraciones, lo que nunca imaginé que pasaría empezó a suceder: comencé a tomar el “no” de Dios como algo personal. Él no solo no estaba curando a un ser querido, un dolor que es más difícil de soportar que padecer las aflicciones uno mismo, sino que tampoco me estaba respondiendo a mí. Al principio oraba con entusiasmo, pero a medida que caían las lluvias y soplaban los vientos, mis piernas empezaban a temblar del agotamiento y mis manos estaban magulladas de golpear a su puerta; lo único que oía era la voz de un hombre desesperado haciendo eco en el dintel.
Mis pensamientos se amontonaron en una espiral. No estaba dudando, ni maltrataba a una esposa, ni pedía por motivos impuros: ¿por qué prolongaba su rechazo? Seguramente su obra santificadora ya se había cumplido después de tantos años de pedir. Seguramente el escenario había sido dispuesto de esa manera para que él glorificara su nombre con un milagro. Seguramente él también odiaba el autismo. En algún punto del camino, comencé a retraerme un poco cuando comenzaba mis oraciones llamándolo “Padre”. En algún punto del camino, mis peticiones por la sanidad de mi hermano se confundieron con un pedido desesperado de saber que mi Padre me había escuchado, lloraba conmigo, se preocupaba. Lo que comenzó como una petición infantil maduró y pronto se convirtió en el resentimiento de un huérfano.
No estaba solo con mis pensamientos. Satanás se sentó a mi lado: Ya sabes que la oración del justo tiene gran poder para sanar (Santiago 5:16). Has estado orando por años. ¿Realmente crees que eres un hombre justo? Tu “Padre” al parecer responde las oraciones de sus otros hijos. ¿Por qué crees que no te está respondiendo a ti? Sabes que “él hace lo que le place” (Salmos 115:3). ¿Qué tal si la sanidad de tu hermano no lo complace después de todo?
Respuestas en el silencio
“Pero mientras yo me hundía en mi propio pozo, en el momento preciso, Dios sanó a mi hermano”: esa es la frase con la que me gustaría poder terminar este artículo. Me encantaría avanzar en el tiempo, saltearme la lucha, las dudas y la confusión, y llegar finalmente, después de mucho esfuerzo, a un final feliz. Mis oraciones aún permanecen en un lugar de silencio. Sigo luchando con las dudas, que me rodean como un murmullo. Sigo tentado a sucumbir a lo que Jesús nos animó a resistirnos: desfallecer y dejar de orar (Lucas 18:1–8).
Sin embargo, si bien pido a Dios la esperanza necesaria para sostener mi súplica por aquello que a él tal vez le complazca retener, él me ha estado enseñando a aferrarme a dos verdades de Mateo 7 que han marcado la diferencia. Espero que estas verdades alienten a todos los que vagan por los valles de la oración sin respuesta.
1. Dios responde con cosas buenas
Mientras que Satanás susurra que Dios nos ha fallado tanto a mi hermano como a mí —así como puede susurrarte que Dios es indiferente a tu deseo de hallar un cónyuge, a tus súplicas incesantes por tu hijo, a interminables oraciones pidiéndole que salve a tu amigo—, Jesús promete que su Padre no hace oídos sordos y que él nos dará “cosas buenas” cuando se lo pidamos.
Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O qué hombre hay entre vosotros que si su hijo le pide pan, le dará una piedra, o si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden? (Mateo 7:7–11).
La oración, elevada desde el corazón necesitado de sus hijos, es una flecha lanzada al aire que Dios siempre nos devuelve con una nueva bendición, en algún lugar. Pedir, llamar y buscar no es en vano. Sirve para algo, tanto para mi hermano como para mí. Puede que él no haya abierto la puerta principal de la sanidad, pero ¿cuántas otras puertas y ventanas de la gracia ha abierto él gracias a la oración? Solo el cielo lo sabe. Nuestro Dios nunca da a sus hijos menos de lo que le piden; rara vez responde dándonos exactamente lo que pedimos, pero siempre, de alguna manera, nos da algo mejor de lo que pedimos.
2. Dios responde como Padre
Es crucial entender esto para perseverar por fe: nuestro Dios da (y retiene) como Padre.
Me imagino que podríamos soportar vidas enteras de oraciones sin respuesta si Dios hiciera que nuestra percepción de su amor fuera una experiencia sostenida. Si él siguiera siendo “nuestro Padre que está en los cielos” mientras esperamos que su reino venga en plenitud (Mateo 6:9–10), toda decepción se vería aliviada (cuando no disipada) por su sonrisa y abrazo.
No obstante, la oración sin respuesta a menudo nos roba la paz en este punto. La esperanza aplazada puede secuestrarnos de la casa de nuestro Padre. Puede persuadirnos de que Dios es un empleador tacaño, el carcelero de nuestra bendición, un titiritero que nos maneja como marionetas como si fuera por deporte. Sin embargo, con solo dos palabras, Jesús fortalece a su pueblo durante la espera:
Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden? (Mateo 7:11)
Retener el sentir de que Dios es Padre, cuando todo bien fuera de ello nos es negado, es una de las bendiciones más grandes que podemos recibir mientras batallamos con una oración sin respuesta. Dios no responde a la oración sin respuesta como una camarera molesta o un juez insensible. Dios responde a la oración sin respuesta de su pueblo como Padre.
No oraremos por mucho más tiempo
Tú y yo estamos viajando, más rápido de lo que a menudo nos parece, al reino venidero de la oración respondida. Viajamos al reino de nuestro Padre, que le ha complacido darlo a su Hijo y a sus otros hijos e hijas. Estamos a solo días de llegar a casa. Tal vez no recordemos todos los motivos por los que oramos a lo largo del camino, pero Dios sí los recuerda, y ten la seguridad de que él demostrará su fidelidad. Él mostrará la bendición invisible de cada respuesta que, bajo un buen disfraz, él ha dado a nuestras oraciones y que, con la visión parcial que tenemos en este mundo, solo vimos como oraciones sin respuesta. Cuando él devele cómo ha sido su trato con nosotros, descubriendo capa por capa, su sabiduría satisfará nuestras preguntas y despertará en nosotros un amor que la incredulidad ahora nos dice que no es posible.
Cantaremos lo que a veces solo podíamos tartamudear en la tierra: “Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito” (Romanos 8:28). Todas las cosas incluye las oraciones sin respuesta. Ninguna oración, ni ninguna de sus ovejas perdidas, quedará sin respuesta ni pasará inadvertida. Por ahora, las rodillas adoloridas y el dolor en la espalda gritan: “Creo; ayúdame en mi incredulidad” (Marcos 9:24). Pronto la muerte terminará con nuestras sesiones de oración, despertaremos viendo a nuestro Señor cara a cara y encontraremos que las respuestas a nuestras oraciones han sido mejores de lo que podríamos haber pedido.