La Guerra Del Amor
Entendamos por qué nos airamos
El color era gris marsopa —la “marsopa” pertenece a la familia de los delfines—; ese es el color que mi esposa eligió hace unos años para pintar el solario de nuestra casa. A ella le encanta cuando me involucro en los proyectos de la casa y este me hacía sentir muy contento. Así que empecé a pintar y estaba quedando muy lindo. Una noche, en medio del proyecto, mi esposa salió con sus amigas y yo quedé a cargo de los niños (eran solo tres en ese entonces, de 1, 3, y 5 años). Bien, estaba volviendo de cenar con los niños esa noche, ya era casi el horario de ir a la cama y el plan era llegar a casa, ponerles los piyamas e ir a dormir.
Estacioné el auto y le di instrucciones bien claras a las dos niñas mayores. Tenía un plan: mientras yo sacaba al bebé del asiento, las niñas debían entrar y prepararse para ir a dormir. Les dije: “Vayan adentro y pónganse los piyamas”.
Fue en ese preciso momento que me acordé de que había dejado la lata de pintura abierta en medio del piso de la cocina, así que agregué: “Niñas, sin importar lo que hagan, no vayan a entrar a la cocina. Vayan directo a su cuarto y pónganse los piyamas”.
Les abrí la puerta de calle, las dejé entrar y saqué al bebé del asiento. Para los que alguna vez vieron uno de esos asientos de bebés, sabrán que no son precisamente buenos para los que tienen un alto nivel de estrés. Mientras lo estaba destrabando, escuché un grito que venía de adentro de la casa, desde la cocina, y a mi hija mayor gritando: “¡Papi, Hannah se cayó en la pintura!”. Me apuré, traté de abrir la puerta corrediza del patio pero justo se había trabado. En serio, esa puerta se traba cuando uno menos lo espera. Escuchaba los gritos pero no podía entrar. Es en esos momentos cuando parece que las situaciones sucedieran en cámara lenta. Con el bebé en una mano y las llaves en la otra, di un paso atrás, le di una patada a la manija de la puerta y logré entrar corriendo a la cocina, donde todo era color gris marsopa.
No era solo la pintura, también estaba mi hija de tres años de espaldas sobre la pintura gritando y pataleando al mismo tiempo. Fue ahí en ese momento cuando de verdad casi enloquecí. Me sentí casi como si estuviera desprendido de mi cuerpo, viendo cómo toda esta situación se desplegaba en frente mío. No podía creer lo que veían mis ojos. Calculadamente, de manera controlada, comenzó a salir humo de mi nariz y entonces pequé.
Enfoquémonos en el porqué
Ahora bien, pecar es siempre una estupidez y cuando pecamos nos vemos estúpidos. Pero llegado el momento, contrariamente a lo que pensamos, la ira no es el problema: el pecado es la causa de mi ira.
¿Ven? El tema con la ira es que siempre es una reacción causada por algo más. La ira nunca ocurre por sí misma. Solo es una emoción provocada por algo externo. Esta manera de pensar es normal cuando se habla del asunto. Un nuevo libro acerca de la ira destinado a una amplia audiencia explica que nos enojamos cuando nos enfrentamos a una realidad que nos parece inaceptable.
Cuando experimentamos algo que no nos gusta, algo inaceptable, nos enojamos: esto significa para entender la ira debemos observar aquellas cosas que encontramos inaceptables. Y para descubrir cuáles son aquellas cosas que nos resultan inaceptables, debemos observar aquellas cosas que amamos.
Somos amantes
Los seres humanos somos amantes por naturaleza. Eso es lo que fundamentalmente somos. Somos criaturas afectuosas, adoradores. Por lo tanto, ¿qué hacemos con aquellas cosas que amamos? Nos preocupamos por ellas, las protegemos, las guardamos y defendemos. Cuando nuestros amores corren peligro, reaccionamos y nos enfurecemos.
Tim Keller dice que la ira en sí misma es una clase de amor. La ira es el amor puesto en acción para proteger las cosas que realmente amamos, lo que significa que lo opuesto a la ira no es ser agradable sino indiferente. Lo opuesto a la ira es que nada nos importe.
Si desean saber por qué están airados, observen las cosas que aman.
Dónde nace el problema
Y ahí es donde empieza el conflicto. Por eso la ira, a pesar de que no es pecado por sí sola, es pecaminosa. Los seres humanos no somos en esencia amantes: somos amantes rotos. Amamos las cosas equivocadas. San Agustín los llama “afectos ordenados”.
Ya saben cómo sigue.
Fuimos creados para amar a Dios por sobre todas las cosas, pero como pecadores le damos más valor a nosotros mismos y a las cosas que nos sirven. Este es el viejo dilema que nos lleva a enfocarnos en nosotros mismos y elevar las cosas buenas como si fueran primordiales.
Ahí es donde la ira funciona mal y, lamentablemente, esa es la razón por la cual la mayoría de nosotros se enoja. ¿Ven? Quisiéramos poder decir que lo único que nos pone iracundos es el muchacho de las pizzas que va con la moto a toda velocidad por la calle cuando los niños están jugando afuera, o las horribles injusticias del mundo.
Pero en realidad, si prestamos atención, veremos que lo que nos pone furiosos son las cosas pequeñas que nos resultan inconvenientes.
En la vida cotidiana, ¿saben qué es lo que de verdad nos pone furiosos?
No son los grupos terroristas como ISIS, ni el aborto, ni la trata de personas. Es el tránsito en las calles, el cierre de la chaqueta nueva que nos compramos, el plato de comida de restaurante al que le falta queso, o que las personas no nos aprecien demasiado.
La mayor parte de nuestra ira, la ira pecaminosa, es el resultado de estar tan consumidos por nuestro amor propio que la realidad se ve inaceptable cuando no nos sirve o no nos da lo que queremos. Puesto de manera simple, nos airamos porque nos amamos demasiado.
El fin de la ira
Esta ira termina solo cuando encontramos paz en lo profundo de nuestra alma; cuando experimentamos una transformación en nuestras grandes pasiones y devociones. Prácticamente, hay solo una pregunta simple que debemos hacernos. Cuando el temperamento comienza a encenderse y el estrés a subir, podemos detenernos y preguntarnos:
¿Qué es lo que estoy amando tanto que me hace reaccionar de esta manera?
¿Qué es lo que estoy valorando, lo que quiero cuidar en esta situación que me provoca ira?
Si pudiera volver atrás (algo que muchas veces hubiera querido hacer) me pararía en la cocina, vería toda la pintura derramada en el piso y me haría esa pregunta. Me detendría a pensar. ¿Qué es lo que más amo ahora?
Por el gozo puesto delante nuestro
Entonces, si la voluntad de Dios así lo quisiera, me arrepentiría. Me daría cuenta de que en ese momento de mis verdaderos afectos no estuvieron precisamente mis hijos. Cuando estaba ahí mirando toda la pintura y escuchando los llantos, no estaba amando a mis hijos ni preocupándome por ellos. Solo podía pensar en todo lo que tenía que limpiar. Estaba tan ofendido porque no escucharon mis indicaciones; tan molesto porque tenía que lavarle el pelo a mi hija y quitarle toda la pintura. Yo, yo, y yo. Esa era la persona a quien estaba amando. Por eso me enfurecí y por eso mi accionar fue pecado.
Pero es el pecado que ya no tiene dominio sobre mí. Es el pecado al cual yo estoy muerto, el pecado del cual fui librado, para que pueda la próxima vez, quizás hoy o mañana, ¡oh, conocer la mente de Cristo! Eso es lo que necesitamos. Amar lo que él ama, desear su gloria, derretirnos por su gracia, empaparnos de su supremacía y buscar su voluntad desesperadamente aun en medio del caos, cuando toda la pintura está derramada en el piso o cuando la gente nos desprecia, para que podamos, como Jesús, amarlos más que a nosotros mismos por el gozo puesto delante nuestro.
Jesús, ayúdanos a amarte más, a amar más lo que tú amas, y amar a los demás en tu nombre, amén.