Tu gozo apacigua la pena de otro
Es una escena habitual. Dos familias, unos cuantos estudiantes universitarios, y una pareja de la tercera edad están distribuidos entre los sofás del salón. Les pregunto, “¿Hay algo por lo que podamos orar unos por otros?”
Un estudiante comparte tímidamente sobre los problemas entre sus padres en casa. Un miembro mayor menciona la muerte repentina de un viejo amigo de la secundaria. Otra persona comparte sobre las vicisitudes de buscar un empleo. Después de la oración, el pequeño grupo se dispersa, y uno de ellos me aparta para perdir que ore específicamente por un matrimonio problemático.
Sobrelleven los unos las cargas de los otros
Las personas recurren a sus iglesias cuando están enfrentando dificultades, problemas, y pecados. En mi experiencia, encuentro que las personas a menudo son rápidas en compartir lo que les está molestando, algunas veces incluso personas que no van a la iglesia.
Es nuestro deber y privilegio como creyentes ayudar a cada uno a llevar las cargas pesadas que llamamos vida: Llevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gálatas 6:2). No se supone que tengamos que luchar solos en un silencioso aislamiento.
Cuando se trata de la iglesia local, sus cargas son nuestras cargas. Desde el comienzo, Dios declaró, “No es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18) — y es terrible sentir esa soledad, como si no hubiera nadie que llore con nosotros o lleve nuestra pena.
Si nos sentimos solos en nuestra tristeza y problemas, escuchemos la notable invitación de 1 Pedro 5:7: “echando toda vuestra ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de vosotros”. Y parte de echar nuestras ansiedades sobre Cristo es compartirlas con su cuerpo, la iglesia, de modo que a través de su iglesia el mismo Cristo pueda cuidar de nosotros.
Sobrecarga de tristeza en el cuerpo
He encontrado que en la mayor parte de mi vida de iglesia, cuando los hermanos y hermanas se han abierto los unos con los otros en pequeños grupos o con solicitudes de oración en la escuela dominical, las historias compartidas han estado mayormente en la categoría de la tristeza.
Y para los pastores, las cargas de la iglesia pueden ser particularmente pesadas. Imaginen escuchar semana tras semana cada triste historia de la vida de cincuenta o cien personas, además de sus propios ensayos y errores. Algunas veces el peso de estas cargas me ha llevado a pasar por alto las solicitudes de oración antes de una clase de discipulado dominical, porque mi corazón no podía soportar más tristeza antes del servicio de adoración.
No intento acumular piedad para los pastores o disuadir a los Cristianos de compartir las penas. Cuando los pastores soportan estas cargas, no son víctimas — son como Pablo, quien expresó sus dolores emocionales y espirituales cuando opinó que “Además de tales cosas externas, está sobre mí la presión cotidiana de la preocupación por todas las iglesias” (2 Corintios 11:28).
Mi punto es que lo que los pastores experimentan de forma marcada puede convertirse en la experiencia de la iglesia en general — una especie de sobrecarga de tristeza. Cuando todos están principalmente (o solamente) compartiendo las cargas, ¿cómo soportará la iglesia debajo de esa carga pesada e incapacitante?
Compartan sus alegrías
La comunión en el cuerpo de Cristo es una moneda de dos caras. Cuando se acercan los fracasos y las penas, nuestros compañeros en el evangelio están allí para compartirlos. Y no debemos olvidar la otra cara. Cuando se acercan la alegría y celebración, nuestros compañeros deberían compartirlas con nosotros también. Tal como necesitamos que nuestros hermanos y hermanas compartan nuestras experiencias de devastadora pérdida o culpa incapacitante, nuestros hermanos y hermanas también necesitan compartir las experiencias de victoria y alegría forjadas por el evangelio.
A menudo parece que por cada diez leprosos en la iglesia llorando, “Señor Jesús, ¡ten misericordia de nosotros!” sólo tenemos una fuerte historia de salvación jubilosa (Lucas 17:13, 17). ¿Por qué es que somos tan rápidos para compartir solicitudes de oración, pero tan lentos para volver e informar con alegría cuando el Señor ha respondido?
Quizás somos muy precavidos de no añadir a la carga de los que tienen dolor, o inseguros porque no sabemos cómo jactarnos en el Señor sin alardear de nosotros mismos. ¿Pero hemos olvidado la prmera mitad de Romanos 12:15, “Gozaos con los que se gozan”? La iglesia tiene una responsabilidad de cuidar de nosotros en la tristeza, pero nosotros tenemos responsabilidad de dejar que la iglesia comparta nuestras alegrías.
Las mejores victorias son aquellas que compartimos con hermanos y hermanas.
Compartan el don del gozo
Dios no nos diseñó para guardar el gozo para nosotros mismos. Quiere que nuestro gozo sea compartido. No seamos egoístas con las buenas noticias. El Señor Jesús está ciertamente obrando en nuestras vidas para que podamos orar las palabras del Salmo 9:1, “Alabaré al Señor con todo mi corazón. Todas tus maravillas contaré”. Pero eso no es suficiente. Completamos nuestro deber cristiano poniendo leños en el fuego de la adoración de la iglesia: “Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, pues cercano está tu nombre; los hombres declaran tus maravillas” (Salmos 75:1).
Esta es la belleza de la vida en la iglesia. La alegría en la vida de un creyente puede ser el bálsamo en medio de los profundos problemas personales del otro. Puede ser que uno de nuestros hermanos o hermanas necesite desesperadamente la alegría que Dios está derramando en nuestras vidas. Los dones que recibimos no son sólo para nosotros, sino para servirnos los unos a los otros (1 Pedro 4:10). Esto comienza dejando que los demás compartan el don del gozo cuando Dios nos lo otorga.
Ya sea una victoria sobre algún pecado a largo plazo, el fin de una crisis, o una inmensa respuesta a una ardiente oración, permitamos que la iglesia comparta nuestro gozo. Exaltemos su nombre juntos (Salmos 34:3).