Lo que Dios le dice a tus lágrimas
Por siglos, los cristianos han llamado a este mundo un “valle de lágrimas”.
Sí, Cristo ha venido. Sí, ha resucitado. Y sí, volverá de nuevo. Sin embargo, todavía pasamos por el duelo, nos dolemos y lloramos; y caminamos junto a aquellos que pasan por el duelo, se duelen y lloran. Caminamos lenta y pesadamente por el valle de lágrimas con corazones cargados, acongojados por mil y una razones: nuestros deprimidos hijos, nuestros cónyuges distantes, nuestras esperanzas truncadas, nuestros seres queridos fallecidos, nuestro desastroso pecado.
A veces lloramos porque las penas de la vida se han vuelto crónicas, llenan nuestra vida como visitas indeseables que no se van. En otras ocasiones, lloramos porque algún sufrimiento inesperado llega como un meteorito y hace un cráter en nuestra alma. Y otras veces, incluso lloramos y no sabemos bien por qué; el dolor escapa a toda descripción y análisis.
Para aquellos que sufren, el mensaje de la Biblia no es que sequen sus lágrimas. No, la Biblia afirma que llorar es parte de la vida en el valle, y su mensaje para aquellos que sufren es mucho más compasivo (y más tranquilizador).
“Las veo”
Ni un pajarillo cae a tierra sin que Dios lo note (Mateo 10:29), y tampoco ninguna de tus lágrimas.
Cuando Agar alzó su voz en el desierto de Beerseba, Dios fue a su encuentro (Génesis 21:17). Cuando Ana lloró amargamente fuera del templo del Señor, Dios lo notó y se acordó de ella (1 Samuel 1:10, 17). Cuando David se cansó de gemir, Dios no se cansó de escucharlo (Salmos 6:6–9).
El Dios de toda consolación está atento a tu llanto. Él recoge todas nuestras lágrimas y las pone en su redoma (Salmos 56:8, LBLA). Como una madre sentada junto al lecho de su hijo enfermo, Dios se fija en cada suspiro de malestar y dolor. Puede que tu angustia haya pasado inadvertida para otros, pero ni por un momento ha escapado a la atención del Dios que no duerme ni se adormece (Salmos 121:4, LBLA).
Así como Dios le dijo al rey Ezequías, le dice a cada uno de sus hijos: “He escuchado tu oración y he visto tus lágrimas” (2 Reyes 20:5, LBLA).
“Me preocupo por ellas”
Muchos nos sentimos avergonzados de nuestras lágrimas, especialmente si otros las ven. En una cultura que valora la fuerza y se siente poco cómoda con el sufrimiento prolongado, muchos respondemos a nuestras propias lágrimas con un rápido secado de la manga y un apresurado “supéralo”.
No sucede así con Dios, cuya paternal compasión lo obliga a acercarse a los quebrantados de corazón y a sanar sus heridas (Salmos 147:3). El Dios que dijo: “Bienaventurados los que ahora lloráis” (Lucas 6:21, LBLA) no te reprochará las lágrimas que viertes mientras caminas por las ruinas de nuestro mundo caído.
Cuando Jesús reunió a una multitud afuera del pueblo de Naín y observó a una viuda llorar junto al cuerpo de su hijo, “el Señor tuvo compasión de ella” (Lucas 7:13, LBLA). Después, cuando María se arrojó desecha a los pies de Jesús por la muerte de su hermano, el varón de dolores fue un paso más allá: “Jesús lloró” (Juan 11:35, LBLA). Jesús tuvo compasión y Jesús lloró, aun cuando estaba a punto de arrancarlos de vuelta desde la muerte a ambos (Lucas 7:14, Juan 11:43).
Que Jesús nos ame y sepa cómo arreglar nuestros problemas no significa que tome un atajo a través de nuestro sufrimiento. El mismo que resucita a los muertos primero se detiene y se queda con nosotros en nuestra pena para descender al valle de las lágrimas y caminar junto a nosotros.
Desde luego, no todas las lágrimas despiertan la compasión del Señor. Dios muestra poca paciencia cuando lloramos lamentándonos por los ídolos que saca de nuestras vidas, como cuando Israel prefirió la carne de Egipto por sobre la presencia de Dios (Números 11:4-10). Pero cada lágrima que derramas en fe –destrozado pero confiando en Dios, abatido pero creyendo— tiene este anuncio colgado encima: “El Señor está cerca de los quebrantados de corazón” (Salmos 34:18, LBLA).
“Las convertiré en gritos de alegría”
Algunas horas antes de que Jesús fuera traicionado, enjuiciado, golpeado y crucificado, le dijo a sus discípulos: “En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, pero el mundo se alegrará; estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Juan 16:20, LBLA). La tristeza y el gemido huirán. Tus lágrimas se secarán. La tristeza perderá su poder. Así sucedió con los discípulos de Jesús, cuando una resurrección al amanecer disipó las sombras de sus corazones. Y así sucede para todo hijo de Dios.
Cada lágrima que viertes te prepara “un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación” (2 Corintios 4:17, LBLA). Cada gota de agonía y sufrimiento desciende a la tierra como una semilla y espera brotar como un árbol de risas.
Tal vez eso suene imposible. Tal vez te preguntes: “¿Cómo este sufrimiento, este dolor, esta pena puedan dar lugar a la alegría? Está bien si no puedes entender el cómo en este momento. Los caminos de Dios a menudo son demasiado altos y maravillosos para que los entendamos. Pero ¿puedes creer, aun cuando no haya motivos para tener esperanza, que lo imposible para los hombres, es posible para Dios (Lucas 18:27; Romanos 4:18)?
Creer que Dios transformará nuestras lágrimas en gritos de júbilo no significa que ya no sufriremos. Significa que nos aferramos a Él a través del dolor, y dejamos que las desgracias nos arrojen a sus brazos. Significa que aprendemos a llorar delante de Dios en vez de maldecir su nombre.
Seguiremos leyendo nuestras Biblias, aun cuando nos sintamos muertos ante la palabra de Dios. Seguiremos clamando ante Dios, aun cuando nos parezca que no nos oye. Seguiremos reuniéndonos con el pueblo de Dios, aun cuando ellos no entiendan lo que estamos pasando. Seguiremos sirviendo a otros, aun cuando llevemos nuestro dolor dondequiera que vayamos. Y seguiremos plantando semillas de verdad y gracia en nuestras áridas almas, esperando el día cuando Dios nos lleve a nuestro hogar.
“Enjugaré toda lágrima”
Así como canta Andrew Peterson en su canción “Después de que caiga la última lágrima (After the last tear falls)”:
Al final . . .
Veremos que las lágrimas que han caído
Las recogió en sus manos el Dios amante y dador de amor.
Y recordaremos estas lágrimas como viejas historias.
Nuestro llanto puede durar una noche muy, muy larga. Mientras atravesemos este valle, seremos vulnerables a los ataques de la pérdida, la decepción y la muerte. Pero el gozo vendrá a la mañana, cuando Dios transforme este valle de lágrimas en una ciudad de gozo eterno.
Ese día Dios mismo se inclinará hacia cada uno de sus afligidos hijos y, de algún modo, secará sus lágrimas para siempre. “Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado” (Apocalipsis 21:4, LBLA)
Y entonces tu resquebrajada y fatigada voz estallará en un grito de alegría cuando declares con las multitudes en los cielos: “Pues tú has rescatado mi alma de la muerte, mis ojos de lágrimas, mis pies de tropezar. Andaré delante del Señor en la tierra de los vivientes” (Salmos 116:8–9, LBLA).
Y en un momento, las lágrimas se convertirán en tema de viejas historias.