La pregunta
Todo cristiano cumple el rol de ministro. Ya sea en cuestiones grandes o pequeñas, siendo experimentado o novato, con o sin vocación, todo cristiano tiene una clase de ministerio dado por Dios.
Todos tenemos en la vida, a pesar de la variedad de nuestras capacidades, el llamado a testificar acerca de la gracia de Jesús y a seguir su ejemplo en el servicio a los demás (Juan 13:15). Algunos no están seguros respecto de los puntos específicos; otros lo saben sin duda alguna. Algunos insisten en descubrir la voluntad de Dios; otros ya se están preparando para dar el siguiente gran paso. Ya sea que nos encontremos entre los “algunos” o los “otros”, hay una pregunta que debemos respondernos por encima de todas las demás.
Más allá de nuestra sabiduría moderna
Reconozco que hay muchas preguntas que hacernos. Existe un sinfín de detalles acerca de nuestros dones y habilidades, sobre si somos idóneos para ese rol o no, sobre si los resultados de los buscadores de talentos coinciden con la descripción del trabajo proyectado. Hoy en día existen empresas que se dedican exclusivamente a ayudarnos a saber qué preguntas hacernos y qué cualidades evaluar, pero ninguna de esas preguntas es la más importante.
Para arribar a esta pregunta, que es la más importante, necesitamos mirar más allá de nuestra sabiduría moderna y hacia el mundo de la antigüedad, más allá de las estrategias de los gurús y hacia el mar de Galilea, hacia las costas de Tiberíades, donde una vez se encontró un líder que estaba a días de participar en el despliegue del ministerio más efectivo de la historia del mundo.
El día de Pentecostés estaba muy cerca. Estaba por llegar el día en que el Espíritu Santo descendería, y un hombre imperfecto, por medio del Espíritu, se levantaría (Hechos 2:24; 1:15). Eso es lo que sucedió cuando un torpe pecador emergió como un santo audaz, sobre el cual la iglesia sería edificada (Mateo 16:18).
Pero primero, veamos la pregunta.
¿Cómo se prepararía?
Allí en aquella costa, los discípulos se reunieron alrededor del fuego para desayunar con el Señor resucitado (Juan 21). De ese grupo allí reunido, ¿quién hubiese imaginado que Pedro sería el candidato elegido para ser el apóstol vocero por excelencia?
¿Quién le hubiese dado ese papel en Hechos después de ver su historial en los Evangelios?
Lo que intento decir es que ese es Pedro. El ordinario, mal hablado Pedro, que era rápido para hablar y lento para escuchar.
Contrario a lo que podríamos pensar o a lo que diría un test de Myers-Briggs (que evalúa la personalidad), ninguno de los presentes en ese desayuno (excepto Jesús) podría haber sabido que Pedro muy pronto daría un paso adelante para asumir el liderazgo de la joven misión de extender el evangelio. A él le esperaban sus días más difíciles: confrontaciones que jamás hubiese imaginado, luchas que nunca hubiese deseado, y un fruto que no podría comprender. ¿Cómo se prepararía? Pedro no sabía lo que le esperaba. ¿Qué lo podría preparar?
La respuesta es la pregunta.
Mucho más crucial
No se trata de cuáles son las cinco metas de su año, aunque metas de esa clase son positivas. Ni se trata de estrategias para recaudar fondos, ni de adónde tenía pensado viajar, ni de lo que ganaría en una típica semana de trabajo, aunque esas cuestiones sean de gran ayuda. No se trata de la experiencia que tuviera en el manejo de un negocio, aunque estoy seguro de que la industria de la pesca le dio bastante perspicacia. No se trata de probar sus habilidades para la comunicación, a pesar de que él hablaría mucho. No se trata de una sesión informativa sobre inminentes desafíos, a pesar de que él tendría que atravesar muchísimos.
La pregunta que debía hacerse era mucho más importante. Es la clase de pregunta que cambia las cosas, que deja el paisaje de nuestros corazones dado vuelta de una manera positiva. Es una brisa suave con un despertar feroz, una pregunta que revierte las estructuras y desmenuza las raíces de nuestras presunciones humanas. Es una pregunta sin la cual, aunque tuviéramos el resto del planeta a nuestra disposición, estaríamos perdidos. Aunque nos desempeñáramos con exquisita habilidad, aunque nos ganáramos el respeto del mundo y obtuviéramos los mejores resultados, si dejáramos esta pregunta fuera del cuadro todo sería en vano.
Es la pregunta que todos sabemos que es importante pero aun así dejamos a un lado. Es tan crucial que, de hecho, tranquilamente podría ser considerada el simple requisito para participar en el juego. “Sí, sí, claro que importa, pero avancemos.” No, no podemos. No deberíamos. Cuando esta pregunta queda relegada a la periferia, es necesario que abandonemos nuestra preparación. Damos por sentada su respuesta y encontramos otras cosas que ocupan nuestro tiempo, pero nada debería ocupar nuestro tiempo más que esta pregunta. Nada debería significar más que vivir esa realidad, que vivir ese milagro.
Dios nos ha llamado a todos a algo —a ser alguien, en algún rol, en algún ministerio, en algún trabajo— y esta es la pregunta que necesitamos escuchar, por encima de todas las demás. Nuestra vida debería estar orientada en torno a ella, sin importar los proyectos que se presenten en el camino. Es la pregunta que deberíamos dejar resonar, a la que deberíamos dejar que descongestione las complejidades de nuestra vida. Es la pregunta que jamás deberíamos dejar a un lado y que, si dejáramos de considerar o de aplicar —si nos dejara de importar—, sería la señal de nuestra ruina espiritual. Es la pregunta que debe sonar en lo profundo del corazón, de forma muy nítida en nuestra mente, por sobre nuestros afectos. Es la pregunta cuyas palabras dejamos caer frescas en nuestro corazón, mientras las escuchamos como si la voz de Jesús mismo nos la hiciera, como si nosotros mismos estuviéramos en esa costa también. De la misma manera en que Jesús se lo preguntó a Pedro, él también nos pregunta a nosotros:
“¿Me amas?”