La intensidad del amor de Cristo y la intencionalidad de su muerte
El amor que Cristo manifestó hacia nosotros en su muerte, fue tan consciente como intencional fue su sufrimiento: "En esto conocemos el amor: en que Él puso su vida por nosotros" (1 Juan 3:16, LBLA). Si Jesús dio su vida por voluntad propia, lo hizo por nosotros y lo hizo por amor. "Sabiendo Jesús que su hora había llegado para pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Juan 13:1). Cada paso en el camino del Calvario fue una forma de decir: "Los amo".
Por consiguiente, para sentir el amor que motivó a Cristo a dar su vida, necesitamos comprender que su muerte fue absolutamente intencional. Consideremos la intencionalidad de su muerte desde cinco perspectivas.
Primero, observemos lo que dijo Jesús justo después de aquel momento violento en que Pedro intentó herir en la cabeza al siervo del sumo sacerdote, pero solo logró cortarle la oreja.
Jesús le dijo: "Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que tomen la espada, a espada perecerán. ¿O piensas que no puedo rogar a mi Padre, y Él pondría a mi disposición ahora mismo más de doce legiones de ángeles? Pero ¿cómo se cumplirían entonces las Escrituras de que así debe suceder?" (Mateo 26:52-54).
Podemos afirmar que los detalles de la muerte de Jesús fueron anticipados por el Antiguo Testamento; pero es muy distinto decir que Jesús mismo tomó decisiones acordes justamente para cumplir con lo que las Escrituras predecían.
Esto es, en otras palabras, lo que Jesús dio a entender en Mateo 26:54: “Podría rehuir a tal sufrimiento, pero entonces ¿cómo habría de cumplirse lo que dicen las Escrituras acerca de que así debe suceder? No elijo escapar aunque podría hacerlo, porque conozco las Escrituras. Sé qué es lo que debe suceder. Es mi elección cumplir todo lo que la Palabra de Dios predice acerca de mí”.
Una segunda forma de apreciar la intencionalidad de su muerte se encuentra en las expresiones reiteradas acerca de ir a Jerusalén, es decir, a las mismas fauces del león.
Llamando a los doce otra vez, empezó a contarles lo que había de sucederle: "He aquí, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles. Y se burlarán de Él y le escupirán, le azotarán y le matarán, y tres días después resucitará" (Marcos 10:32-34).
Jesús tenía un único objetivo apremiante: morir de acuerdo a las Escrituras. Sabía que el tiempo se acercaba y puso el rostro como un pedernal: "Y sucedió que cuando se cumplían los días de su ascensión, Él, con determinación, afirmó su rostro para ir a Jerusalén" (Lucas 9:51).
Una tercera observación sobre la intencionalidad de sus padecimientos por nosotros nos remite a las palabras que habló por boca del profeta Isaías:
“Di mis espaldas a los que me herían, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba;
no escondí mi rostro de injurias y esputos” (Isaías 50:6).
Me es difícil imaginar y tener presente la voluntad de hierro que requiere llevar esto a cabo. Los seres humanos rehuimos al sufrimiento, y con más razón si quien nos lo causa es alguien injusto, desagradable, quejumbroso, despreciable y arrogante. A cada instante de dolor y humillación, Jesús escogió no hacer justicia de un modo inmediato. Ofreció la espalda al verdugo, la mejilla a los golpes, la barba a quienes se la arrancaron y el rostro a los escupitajos; y lo hizo por las mismas personas que le infligieron todo ese dolor.
La cuarta forma de apreciar la intencionalidad de su sufrimiento se halla en las palabras que usa Pedro para explicar cómo le fue posible resistir: "Cuando le ultrajaban, no respondía ultrajando; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a Aquel que juzga con justicia" (1 Pedro 2:23).
Jesús no sobrellevó estos actos de injusticia diciendo: "No importa la injusticia"; más bien, encomendó su causa "a Aquel que juzga con justicia". Dios se encargaría de hacer justicia; no le correspondía a Jesús hacerlo en el Calvario (tampoco es nuestra mayor responsabilidad ahora: "Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor", leemos en Romanos 12:19).
La quinta demostración de la intencionalidad de la muerte de Cristo, y quizá la afirmación más precisa de que lo hizo por voluntad propia, se encuentra en Juan 10:17-18:
“Por eso el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy de mi propia voluntad. Tengo autoridad para darla, y tengo autoridad para tomarla de nuevo. Este mandamiento recibí de mi Padre”.
El punto central de las palabras de Jesús es que sus acciones fueron totalmente voluntarias. Ningún mero ser humano lo obligó a proceder de tal modo. Las circunstancias no lo superaron. No se dejó llevar por la injusticia del momento: todo seguía bajo su control.
Por lo tanto, al leer que "en esto conocemos el amor: en que Él puso su vida por nosotros" (1 Juan 3:16), deberíamos sentir la intensidad de su amor por nosotros hasta el punto de entender la intencionalidad de sus padecimientos y su muerte. Oro para que esta reflexión nos lleve a experimentar profundamente el amor de Cristo, de modo que tengamos el mismo sentir que expresa 2 Corintios:
“El amor de Cristo nos apremia... y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14-15).