El ministerio oculto de la maternidad
Entre pedidos de “mamá quiero algo de comer” y gritos de bebé golpeando con sus puños la sillita alta, reviso mis números en la red. ¿Cuántas personas vieron mi blog hoy? ¿Alguien hizo un comentario en mi publicación de Facebook? ¿Algún otro bloguero por allí presionó el botón de “me gusta”? ¿Alguien más leyó esto además de mis padres?
Estos pensamientos parecen inocentes, pero sé que a veces vienen de un corazón que desea atención y reconocimiento hacia mí persona. Por lo general, me siento desconcertada por este deseo intenso de ser reconocida y vista. Tal vez sea porque el papel que juego como madre es un papel oculto. Mi ministerio principal está limitado a cuatro paredes. No recibo un cheque de pago, ni tengo tiempo libre, ni ascensos, o un aumento, como mi esposo. No siempre obtengo resultados inmediatos por mis esfuerzos, a menos que consideren como grandes logros (y créanme que lo son) un cuarto de baño impecable y unos niños vestidos y alimentados.
Esto no quiere decir que las madres no pueden trabajar fuera de casa en distintas áreas y recibir un cheque en algún lado, pero el papel principal al que Dios nos llamó como esposas y madres es el del hogar y la familia. Dios hizo a las mujeres para cargar y nutrir la vida, y a los hombres para proveer y proteger la vida de las mujeres y los niños. La disposición del corazón en estos asuntos se manifiesta en dónde radican nuestras prioridades.
La visión distinta de Jesús sobre igualdad
El llamado que Dios hace a las mujeres, parece, por lo general, un papel oculto comparado al de los hombres a nuestro alrededor. Aun así, somos iguales ante Dios en dignidad y valor. Nuestra nación fue fundada sobre principios de igualdad – “todos los hombres son creados iguales” - una verdad que puede ser confirmada en las Escrituras. Pero no pasó mucho tiempo antes que nuestra búsqueda de igualdad fuera corrompida por la exigencia de derechos. Los diferentes papeles que Dios encomendó dentro del matrimonio y en la iglesia suenan a desigualdad para el mundo y para el bastión de descontento de nuestros propios corazones. Nuestra sociedad, incluso muchos en la iglesia, ven la igualdad como una semejanza unidimensional, en la cual hombres y mujeres, madres y padres, tienen papeles que son intercambiables.
Hoy en día, muchas mujeres cristianas, discretamente – o no tan discretamente- desean el púlpito y el liderazgo de los ancianos. Exigimos más y más derechos en nuestra competencia con los hombres. Menospreciamos el cumplir el papel oculto porque queremos ser vistas y escuchadas. En nuestra opinión, nos hemos hecho muy importantes. En realidad, no hay nada de malo en querer ser visto, escuchado y reconocido. Estos son los deseos de Dios, dados con la intención de guiarnos hacia quien “no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse.” Filipenses 2:5-8 dice,
Haya, pues, en vosotros esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Tenemos mucho que aprender de Jesús en la aparente tranquilidad e invisibilidad de la maternidad. Él puede simpatizar con nosotras, pues al entrar en nuestro mundo jugó un papel oculto. Al ser uno con Dios, Jesús fue el centro de atención en el cielo mientras su gloria emanaba como el sol intenso. Las alabanzas que Jesús recibió en el reino celestial nunca cesaron. Constantemente, recibió toda la fama y el reconocimiento; siempre fue visto, escuchado y reconocido. Aun así, escogió asumir humanidad y oscuridad y convertirse en un bebé desconocido que nació en un pueblo irrelevante. El único que es merecedor de toda fama y reconocimiento tomó forma de siervo.
Este acto de humilde obediencia no hizo que Jesús dudara de su igualdad con Dios. Jesús cumplía un papel diferente al de Dios Padre, pero nunca le vemos expresar sentimientos de inferioridad. Estaba tan seguro de su igualdad con Dios que nunca alteró su decisión. Jesús nunca se quejó con Dios de ser tratado injustamente diciendo, “¿Por qué yo? ¿Por qué no haces tú esto en mi lugar?” Esto no quiere decir que Jesús no dudó mientras avanzaba hacia el calvario, tal como sabemos que lo hizo en el jardín de Getsemaní, pero revela que la idea de igualdad de Jesús es básicamente diferente a la de nuestra sociedad.
Dios ve y reconoce
Cuando Jesús adoptó nuestra carne, no fue bien recibido por muchos, solo por un grupo diverso de pastores. No recibió honra en su propia tierra (Marcos 6:4). Fue rechazado por su propio pueblo (Juan 1:11), traicionado y abandonado por sus mejores amigos y finalmente ejecutado como un criminal. Nunca mereció ese trato y aun así se sometió a éste voluntariamente. Su grito de abandono desde la cruz, “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46) no fue respondido, para que en Él pudiéramos ser escuchados por Dios. Dios apartó la vista de Jesús, pues encarnaba todos nuestros pecados, para poder vernos en la emoción alegre de la reconciliación total. La fama y el reconocimiento de Jesús se desvanecieron para que podamos ser reconocidas como hijas de Dios. Su sacrificio abrió el camino para que seamos vistas, escuchadas y reconocidas – *por Dios*.
El sacrificio de Jesús parece irrelevante e insignificante para el hombre, pero escondida a los ojos normales – oculta – había gran gloria, porque sus acciones cosecharon beneficios eternos para su pueblo. De igual manera, nuestros sacrificios ocultos como madres no son irrelevantes o insignificantes, porque bajo las sonadas de nariz, las lágrimas y las rabietas hay una gloria grande que produce beneficios eternos.
Podemos seguir diariamente el ejemplo de Jesús en nuestros hogares tomando forma de siervas. Una vida vacía de sí misma, en nombre de Jesús, no pasará desapercibida para Dios. Eso es todo lo que importa en realidad: ser visto por Dios en nuestro papel aparentemente oculto.