Háblate a ti mismo y recuérdate la verdad
Esa mañana me levanté enferma. “No llegaré al final del día”, murmuré para mis adentros.
Mi esposo estaba por irse de viaje por asuntos de trabajo. “¿Cómo voy a encargarme de los niños sintiéndome así?” Esos pensamientos dieron vueltas en mi cabeza a lo largo de todo el día y otros nuevos surgían: “Esto es demasiado, no puedo más”, “¿No ven que estoy enferma?”, “¿Por qué no me escuchan de una vez?”. Antes de que me diera cuenta la situación me sobrepasó. Estaba estresada, irritable y afligida.
Sobre hablarnos a nosotros mismos
Recuerdo cuando le hacía bromas a mi madre porque se hablaba a sí misma en voz alta. Ahora me encuentro haciendo lo mismo. Mientras que la mayoría de nosotros no tiene la costumbre de hablarse a sí mismo, todos mantenemos una especie de diálogo interno. El problema es que a todos nosotros a menudo nos pasa que no logramos confrontarnos a nosotros mismos.
En el Salmo 42, el salmista sentía una tristeza muy profunda: “Mis lágrimas han sido mi alimento de día y de noche” (versículo 3). Sin embargo, él se respondía a sí mismo: “¿Por qué estoy desanimado? ¿Por qué está tan triste mi corazón? ¡Pondré mi esperanza en Dios! Nuevamente lo alabaré, ¡mi Salvador y mi Dios!” (Salmos 42:5, NTV). En este Salmo el autor se desafía y se confronta con la verdad.
En el libro de Lamentaciones, el poeta hace lo mismo. Él también estaba atravesando una intensa prueba. Estaba hastiado y desgastado y sentía que había perdido toda esperanza. A lo largo de todo el libro se observa que se lamentaba por el pecado del pueblo de Dios y el subsecuente juicio divino. Él alza su voz en angustia: “Ya no sé lo que es tener paz ni lo que es disfrutar del bien, y concluyo: ‘Fuerzas ya no tengo, ni esperanza en el Señor’” (Lamentaciones 3:17-18, RVC).
No obstante, él no se quedó en ese estado. Habló de su lamento. Su voz expresó la profundidad de su pena y dolor, y luego se recordó a sí mismo la verdad que conocía y sabía que era cierta. A pesar de que se sentía desesperanzado, se recordó a sí mismo que en verdad sí había esperanzas. “Esto traigo a mi corazón, por esto tengo esperanza: que las misericordias del Señor jamás terminan, pues nunca fallan sus bondades; son nuevas cada mañana; ¡grande es tu fidelidad! ‘El Señor es mi porción,’ dice mi alma, ‘por tanto en Él espero’” (Lamentaciones 3:21-24, NBLH).
En 2 Corintios 10:5 Pablo nos habla acerca de poner “todo pensamiento en cautiverio a la obediencia a Cristo”. Cuando estamos abrumados, estresados, preocupados, ansiosos, temerosos o desesperados, necesitamos respondernos a nosotros mismos. Necesitamos confrontarnos a nosotros mismos con la verdad del evangelio. Como el salmista en el Salmo 42 y como el escritor de Lamentaciones, necesitamos hablarnos a nosotros mismos para señalarnos la esperanza que tenemos en Cristo.
En el libro Depresión espiritual, Martin Lloyd-Jones escribió:
Debes tener tu ser bajo control, necesitas ministrarte a ti mismo, predicarte a ti mismo, cuestionarte a ti mismo. Debes decirle a tu alma: “¿Por qué te abates? ¿Qué es lo que te tiene sin paz?”. Debes confrontarte, amonestarte, reprenderte, exhortarte y decirte a ti mismo: “Dios es tu esperanza”, en vez de murmurar desde la depresión y el descontento. Luego debes seguir trayéndote a la memoria a Dios, recordarte quién es Dios, qué es lo que Él hace y lo que ha hecho, también lo que se ha jurado a sí mismo hacer. (21)
Cuatro verdades dignas de recordar
Entonces ¿cuáles son las verdades que necesitamos recordarnos a nosotros mismos? ¿Qué debemos decirnos cuando las circunstancias nos sobrepasan, o estamos temerosos ante un futuro incierto, o desesperados en medio de una prueba?
1. Recuerda la soberanía de Dios
Debemos recordarnos a nosotros mismos que Dios tiene todo bajo control (Isaías 40; Proverbios 21:1). Él sostiene el mundo en sus manos. Nada sucede fuera de su voluntad. De hecho, Él no se sorprende de nuestras circunstancias (Job 28:24; Lamentaciones 3:37-38; Génesis 50:20). Lo que nos está pasando no es casualidad. Al contrario, viene de parte de Dios para nuestro propio bien.
2. Recuerda quiénes somos en Cristo
Debemos recordarnos a nosotros mismos quiénes somos en Cristo. Gracias a que Cristo nos redimió del pecado, ya no somos esclavos del pecado (2 Corintios 5:17). Somos hijos e hijas adoptados del Altísimo (Romanos 8:15). Dios nos ama como a su Hijo (Juan 17:23). Nos mira y ve en nosotros la justicia de Cristo (2 Corintios 5:21). En Cristo ahora somos herederos de su Reino (1 Pedro 1:4).
3. Recuerda el carácter de Dios
Debemos recordarnos quién es Dios, lo que Él revela de sí mismo. Él es bueno, santo y justo (Daniel 4:37); es todopoderoso, omnisciente, por siempre fiel (Hebreos 10:23); tiene gracia, misericordia y bondad (Salmo 103:8); y por supuesto, todo su carácter se refleja en Jesús mismo, así como Él dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:19).
4. Recuerda las promesas de Dios
Debemos recordarnos a nosotros mismos las promesas de Dios. Él ha prometido salvación para todo aquel que invoque su nombre (Hechos 2:21; Juan 6:37) y siempre está con nosotros (Josué 1:9; Mateo 28:20). Él prometió que nunca nos dejará o nos abandonará (Romanos 8:35-39), y nos escucha cuando clamamos a Él (Salmos 34:15; Salmos 86:5-8). Él suplirá todas nuestras necesidades (Filipenses 4:19; Romanos 8:32). Nos ha prometido una eternidad con Él en el cielo (Juan 14:2-3; 1 Juan 2:25).
La próxima vez que te enfrentes a una prueba y te encuentres pensando frases como “Nunca podré atravesar esto”, háblate con la verdad. Hazlo. Está bien hablarse a uno mismo. Predícate el evangelio. Recuérdate la esperanza que tienes gracias a Cristo Jesús.