Ella soy yo
Amar a tu esposa como a tu propio cuerpo
Hace poco, mi esposa y yo comenzamos a tener de nuevo un culto en familia, separando un tiempo cada día para leer las Escrituras y orar juntos. Aunque oramos y leemos individualmente, también necesitamos pasar tiempo juntos con la Biblia.
Decidimos comenzar con un plan de lectura de siete días acerca del matrimonio. Nuestro primer pasaje fue Efesios 5:21-33. Los versículos 28-33 me dejaron sin habla y con lágrimas.
Así también deben amar los maridos a sus mujeres, como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, así como también Cristo a la iglesia; porque somos miembros de su cuerpo. Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio, pero hablo con referencia a Cristo y a la iglesia. En todo caso, cada uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete a su marido.
Pablo, como un habilidoso artista, me conmovió con esta imagen del matrimonio. Casi no podía hablar. Me sentía tan culpable. Estaba perplejo. Le pregunté a mi esposa qué pensaba para poder poner mis pensamientos en orden, pero a medida que ella hablaba de la sumisión, lo único que yo podía hacer era sentir el peso de mi responsabilidad.
No había amado a mi esposa como si fuera parte de mi cuerpo. He fallado aun en aspirar a amarla como Cristo ama a la iglesia, que es su cuerpo.
Beneficios del cuerpo
La doctrina acerca del “cuerpo de Cristo” enseña que hay una misteriosa unidad entre todos los creyentes, quienes están conectados y son dependientes de Jesucristo. En el versículo 30, Pablo hace referencia a nosotros como el cuerpo de Cristo. Como miembros, recibimos los beneficios de ser nutridos y atesorados por Cristo (Efesios 5:29).
Esta expresión pinta un cuadro íntimo de nuestra comunión, unidad y unicidad con Cristo como creyentes. Cristo como cabeza nos lidera y nos guía. Nos sometemos a Él así como nuestras manos, piernas y otras partes del cuerpo se someten a nuestro cerebro.
Al mismo tiempo, como la cabeza, Cristo nutre, limpia y atesora sus miembros. Parte de las Buenas Nuevas es que Cristo está dispuesto y puede suplir nuestras necesidades. Él así lo ha comprobado al darse a sí mismo en rescate (1 Timoteo 2:6), llevando nuestros pecados a la cruz en su cuerpo (1 Pedro 2:24), se hizo pecado sin conocer pecado (2 Corintios 5:21), e hizo perfectos para siempre a los que son santificados (Hebreos 10:14).
Además, como miembros nosotros recibimos dones espirituales que nos equipan
A fin de capacitar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo. Entonces ya no seremos niños, sacudidos por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de doctrina, por la astucia de los hombres, por las artimañas engañosas del error. (Efesios 4:12-14, LBLA)
El hombre (o mujer) en el espejo
Este pasaje es una cartelera para los maridos. Nuestra unidad matrimonial no significa que no somos individuos únicos, y no hace que nuestra unión sea eterna. Nuestro matrimonio terminará cuando uno de los dos muera. Es un cuadro temporal de la relación de Cristo con su novia, la iglesia. Pero la unicidad eterna, la conexión, la intimidad y unidad que hoy disfrutamos con Cristo se deben reflejar en nuestros matrimonios temporales.
Pablo no dice simplemente, “Esposos amen a sus esposas como a sí mismos”. Si lo viéramos solo de esa manera, fracasaríamos en ver la hermosura y el milagro del matrimonio. También malentenderíamos nuestra unicidad con Jesús. Pablo dice, “Esposos amen a sus esposas porque ellas son sus cuerpos”. Son una sola carne. No se pueden separar. Están más conectados con sus esposas que con aquellos con quienes comparten su ADN.
Rebajar a mi esposa con palabras duras e insensibles es tan descabellado como pararme frente al espejo y discutir conmigo mismo. Negarme a nutrir y a proveer para mi esposa es más necio que no alimentarme a mí mismo. Ser negligente en limpiarla con la palabra de Dios es más repulsivo que no cuidar mi propia higiene.
Pablo me recordó una simple (aunque gramaticalmente mal escrita) realidad que había olvidado rápidamente, ella soy yo. El amor de Cristo no es solo un cuadro de cómo debo amar a mi esposa sino mi fuente de fortaleza para vivir. Su amor expone mi pecado y me da poder para vencerlo. Él me fortalece para ver que ella soy yo y para amarla desinteresada y sacrificialmente como yo he sido amado.