Siete palabras para cada matrimonio
Algún día mis hijos me presentarán a la persona con la que tienen intención de casarse. Cuando lo hagan, hay tres oraciones —siete simples palabras en total— que quiero saber que son capaces de decir, seriamente, antes de que puedan tener mi bendición: Estaba equivocado. Lo siento. Por favor, perdóname.
El matrimonio es un ejercicio diario de arrepentimiento y perdón. No hay forma de ser el cónyuge perfecto; soy un pecador y mi pecado lastimará a los que me rodean. Sin embargo, en nuestra imperfección, podemos señalar constantemente a un Salvador perfecto. La disposición a hacer eso —a morir a nuestro orgullo para que otro sea glorificado— muestra de una manera real que captamos la bondad y el poder del Evangelio.
‘Estaba equivocado’
Nuestra arrogancia odia esta frase. Cada palabra se pega en el fondo de nuestras gargantas. Hinchando, hirviendo, humeando, nuestro ego nos dice que no podemos admitir ninguna falta. Hacerlo arruinaría nuestra reputación. Amenazaría el valor que obtenemos de nuestro desempeño y socavaría la seguridad que obtenemos de nuestra aptitud percibida. Nuestra capacidad de pensar en nosotros mismos como expertos (¡o incluso simplemente competentes!) se vería afectada. Pronunciar esas tres pequeñas palabras se siente como la muerte de nuestro orgullo.
Pero ¿hay alguna verdad bíblica más clara que el hecho de que tú y yo cometemos errores? ¿Y que lo hacemos con regularidad mecánica? Desde la sabiduría de Salomón (Eclesiastés 7:20), a las vivencias de Pablo (Romanos 7:18-19), pasando por la experiencia pastoral de Juan (1 Juan 1:8), todas testifican de nuestra incapacidad para ser infalibles.
Y, sin embargo, ¿puede la Biblia hablar más claramente sobre el perdón de Dios? Las Escrituras nos dicen que cuando admitimos nuestros errores, somos liberados de sus consecuencias eternas. Tú y yo somos libres en Cristo para admitir cuando nos hemos equivocado (Romanos 8:1), recordando que no hay nada, ni siquiera el punto más alto de nuestra incompetencia, que nos pueda separar de Él (Romanos 8:31-39). Esas promesas deberían darnos la clase de gozo resuelto que nos permite mirarnos a los ojos y admitir nuestras fallas sin vacilación ni calificación.
Cuando surge un conflicto, mi primer instinto es reforzar mi propia inocencia relativa mientras exagero la culpabilidad de mi cónyuge. Mi orgullo herido quiere ser aliviado con el bálsamo de la autojustificación. Pero la autojustificación no es una solución en absoluto. Simplemente aviva la llama del dolor en un infierno de ira y preocupaciones, sin importar a quién lastima al hacerlo. En lugar de eso, necesito extinguir el fuego de un ego dolorido, aplicar las promesas de Dios de que no hay condenación, y pronunciar estas tres palabras: Estaba equivocado.
‘Lo siento’
Admitir una falta puede sentirse como la muerte del ego, pero la tristeza por los resultados de nuestros errores es como la muerte para el corazón. No debería sorprendernos que nuestras almas aborrezcan tanto la vergüenza —la primera vez que vemos este sentimiento, es a raíz de la aparición del pecado en el mundo. Nuestras almas no fueron diseñadas para sentir vergüenza, ya que no fueron diseñadas para participar en el pecado.
Sin embargo, la vergüenza es la respuesta correcta y natural cuando pecamos. Es la consecuencia de reconocer que nuestra pecaminosidad, intencional o no, ha tenido un efecto negativo directo en los demás. Si le digo a un amigo o miembro de mi familia que me he equivocado, y aun así no demuestro ninguna señal de que mi corazón se está quebrantando por causa de los resultados, entonces no debería sorprenderme cuando a ellos les sea difícil creer mi disculpa. Tampoco debería tomarme por sorpresa cuando les cueste perdonarme.
¿Puede David simplemente admitir la culpa en su pecado con Betsabé? No, él debe lamentarse
Ten piedad de mí, oh Dios,
conforme a tu misericordia;
conforme a lo inmenso de tu compasión
borra mis transgresiones.
Lávame por completo de mi maldad,
y límpiame de mi pecado.
Porque yo reconozco mis transgresiones,
y mi pecado está siempre delante de mí. (Salmo 51:1-3, LBLA)
Digo que David debe lamentarse, no porque el lamento sea algún tipo de prerrequisito para seguir adelante, sino porque es la reacción saludable del corazón al ver su pecado en un espejo.
Cuando le digo a mi esposa “lo siento” de la manera correcta, no lo digo con una sonrisa. La vergüenza y la tristeza no son emociones ligeras, y quiero que mi esposa sepa algo del peso que siente mi alma. No me deprimo. No suplico. No lo hago para hacer un espectáculo. Simplemente quiero que sepa —hasta lo más profundo de su alma— que me doy cuenta de que la he lastimado y lo siento profundamente por ello. Es importante que ella entienda algo de la profundidad de mi dolor, porque las penas superficiales a menudo conducen a un perdón fallido.
‘Por favor, perdóname’
Si bien admitir faltas y tristeza dolor puede ser doloroso, este proceso encuentra alivio en el acto de perdón. Cuando cometemos un error que causa daño a las almas de nuestros compañeros portadores de la imagen de Dios, debemos extender la mano y pedirles que tengan el valor de restablecer el compañerismo con nosotros. Esto no es poca cosa. Cuando mostramos, por ignorancia o intención, que podemos herir a aquellos a quienes decimos amar, es un acto de fe de su parte confiar nuevamente sus almas a nuestro cuidado.
Pero el Evangelio es en esencia un mensaje de restauración. Y no importa cuánto deseemos alejarnos de nuestros errores o hacerlos lo más pequeños posible, debemos pedir fervientemente el perdón si queremos que la restauración de estilo evangélico sea evidente para ellos, para nosotros mismos y para el mundo que observa. Es por eso que Jesús dice que si recordamos que alguien tiene algo en contra de nosotros, debemos abandonar todas las demás actividades —¡incluso la adoración!— para buscar la reconciliación (Mateo 5:23-24).
A menudo, busco el perdón para que simplemente podamos seguir adelante. Mi alma quiere ser restaurada, mi corazón quiere dejar de revolcarse en la vergüenza, y mi mente quiere contemplar algo aparte de mi propio fracaso. Sin embargo, mi petición de restitución no debe ser motivada por el desgaste, sino más bien energizada por el Evangelio de la gracia. El perdón puede fijar mi vista y la vista de mi esposa no en un cónyuge débil y frágil, sino en un Salvador crucificado y resucitado. El perdón es una realidad que se ha comprado y pagado en el Calvario. Puedo acercarme a ella porque Jesús ya se acercó a mí. Detrás de mi petición “Por favor, perdóname” está la declaración de Cristo para mí: “Estás perdonado”.
Bienvenido a la familia
Sé, en mi propio matrimonio, que la cantidad de esfuerzo que se necesita para pronunciar estas tres líneas se parece más a escalar montañas que decir oraciones simples. Sin embargo, hay pocas acciones que muestren más cabalmente una comprensión práctica del Evangelio que la voluntad de disculparse y buscar el perdón.
Y una comprensión activa y vibrante del Evangelio es la clave del éxito en todas las relaciones —la mía y, algún día, incluso la de mis hijos. Futuros pretendientes, tomen nota: tener un corazón que pueda decir fervientemente: “Lo siento” resulta en un futuro suegro que pueda decir ansiosamente: “Bienvenido a la familia”.