Señor, todo lo que tengo es tuyo
Siempre me ha perturbado el encuentro de Jesús con el joven rico. Soy estadounidense. De clase media, según los estándares americanos, lo que significa que vivo en un nivel de riqueza y abundancia desconocido para la mayoría de quienes cohabitan en este planeta hoy día, y para un por ciento mucho mayor de personas en la historia de la humanidad. En términos globales e históricos, yo soy aquel joven.
Lo más desconcertante sobre este joven era que él parecía tan acostumbrado a su religión influida por la riqueza y a sus tradiciones culturales que no podía darse cuenta de cuán alejado estaba de la vida espiritual. Dudo que muchos a su alrededor pudieran discernir cuán alejado estaba. De las breves señales que de él tomamos en los evangelios, y de la respuesta que Jesús le da en la versión de Marcos, podemos decir que este hombre no se asemejaba al opresor rico y arrogante que visualizamos cuando leemos Santiago 5:4–6. Por tanto, la gente alrededor de él debió haber asumido que su prosperidad era una bendición de parte de Dios.
Después de todo, este hombre iba en serio espiritualmente, al correr a Jesús y arrodillarse ante él para preguntarle qué más necesitaba hacer para ser salvo (Marcos 10:17). Tenía toda la apariencia de piedad al haber guardado desde la juventud los mandamientos que Jesús enumeró (Marcos 10:19-20). Y era sincero. El evangelio de Marcos dice que “Jesús, mirándolo, lo amó” (Marcos 10:21, LBLA). Él era todo esto, sin embargo, carecía de la fe que salva.
Espiritualmente serio, sincero, aparentemente piadoso -quizás más que la mayoría de quienes lo rodeaban. ¿No es eso a lo que se asemeja la fe? No, no necesariamente. La fe es semejante a confiar. Y cuando se trata de qué es lo que creemos realmente, confiar es semejante a atesorar. Porque cuando todo está en riesgo, siempre confiamos en aquello que en realidad atesoramos.
Muéstrame en qué confío
La mejor muestra de amor que Jesús podía hacer por este joven profundo y sincero era mostrarle al dios en quien creía: “Una cosa te falta: ve y vende cuanto tienes y da a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme” (Marcos 10:21). Entonces el hombre vio a su dios real, y se alejó “afligido” de la increíble invitación de Jesús. ¿Por qué? “era dueño de muchos bienes” (Marcos 10:22). Esto condujo a la alarmante observación de Jesús:
Jesús, mirando en derredor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil será para los que tienen riquezas entrar en el reino de Dios!... Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios” (Marcos 10:23–25).
Cuando el joven estuvo en riesgo de perderlo todo, él confió en sus riquezas, sus posesiones, más que en Dios. Sus riquezas eran su dios, y eso no lo dejó entrar al reino. El asunto es que él no vio esto hasta que tuvo que escoger.
¿Encuentras eso desconcertante? Los discípulos sí: “¿Y quién podrá salvarse?” (Marcos 10:26). Como estadounidense con solvencia económica, en medio de una abundancia histórica sin precedentes, lo encuentro desconcertante. No confío en mi propia valoración de mi fe (1 Corintios 4:3). Solo puedo confiar en el juicio de Dios (1 Corintios 4:4). Y como la fe resulta verdaderamente genuina solo cuando es probada (1 Pedro 1: 6-7; Santiago 1:2-4; 2 Corintios 13:5), debemos, como el joven, estar dispuestos a decir a Jesús:
Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis inquietudes. Y ve si hay en mí camino malo, y guíame en el camino eterno. (Salmos 139:23-24).
Y si Jesús no nos llama a abandonar nuestras riquezas, sino a continuar viviendo en ellas con fe -si realmente confiamos en Dios y no en nuestra abundancia- entonces necesitamos la fe para vivir en abundancia.
Fe para tener abundancia
Pablo dijo que había aprendido a tener contentamiento en cualquier situación en la que se encontrara:
Sé vivir en pobreza, y sé vivir en prosperidad; en todo y por todo he aprendido el secreto tanto de estar saciado como de tener hambre, de tener abundancia como de sufrir necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece. (Filipenses 4:12–13).
Si nos dieran a elegir, probablemente la mayoría de nosotros preferiría la fe para vivir en abundancia a la fe para vivir humildemente. Creo que esto se debe a que no somos totalmente conscientes de la naturaleza dañina de la prosperidad material. Pablo se refería a esto cuando dijo que se necesitaba la fuerza de Dios para “tener abundancia”.
“Abundancia” (prosperidad) y “necesidad” (escasez) son circunstancias muy diferentes. Ambas requieren de fe para manejarlas en maneras que glorifiquen a Dios. Pero demandan el ejercicio de diferentes puntos en los músculos de la fe. La escasez requiere de los músculos de la fe para confiar en Dios cuando nos encontramos en una desesperada penuria. La prosperidad requiere de los músculos de la fe para confiar en Dios cuando tenemos seguridad material abundante.
En modo alguno, ejercitar la fe en tiempos de escasez es fácil. La mayoría de nosotros le teme a la escasez más que a la prosperidad porque la amenaza se ve claramente. Pero, irónicamente, esa es una de las razones por las que puede ser más fácil ejercitar la fe en la escasez que en la prosperidad. Porque en la escasez, nuestra necesidad es clara y las opciones son generalmente pocas. Necesitamos desesperadamente que Dios provea para nosotros y por tanto nos inclinamos a buscar de Él – para ejercitar nuestra fe.
Pero ejercitar la fe en la prosperidad es diferente. Es una circunstancia espiritual y psicológica compleja y engañosa. Requiere que realmente confiemos — realmente atesoremos — en Dios cuando no estamos desesperados por su provisión, cuando nos sentimos seguros en lo material, cuando ningún factor externo nos hace sentir urgencia. Cuando tenemos múltiples opciones que parecen inocuas y podemos gastar tiempo y dinero en toda suerte de pasatiempos y placeres. Esta circunstancia es tan peligrosa que Jesús advierte que es mucho más difícil para las personas que se encuentran en ella entrar al reino de Dios que para un camello pasar por el hueco de una aguja. Pruébate a ti mismo. ¿Cuándo has buscado de Dios con mayor sinceridad: en la necesidad o en la abundancia?
Cuando Dios es nuestra opción
Para los cristianos siempre ha sido más fácil implorar seguridad con desesperación que desprenderse de ella voluntariamente. Requiere diferentes músculos de la fe confiar en Dios al despojarnos de la prosperidad por amor de Él, que confiar en Dios para satisfacernos en nuestra escasez. En ciertas maneras, confiar en Dios cuando tienes otras opciones requiere tener mayor fe que cuando Él es tu única opción.
Es por eso que los obreros son pocos cuando la mies es mucha (Lucas 10:2). Muy pocos son los que desean enfrentar las necesidades terrenales para experimentar a plenitud el reino de Dios. Ese es el tipo de fe que santos como George Müller y Hudson Taylor experimentaron de manera significativa.
Es cierto, ellos confiaron en Dios en la escasez. Pero lo que hace esto más significativo es que pudieron haber hecho dinero de otra manera legítima para sostener su trabajo y así evitarse muchos momentos de necesidad. Pero ellos de forma voluntaria (lo que es distinto a ser forzado por las circunstancias) escogieron colocarse en una situación de desesperación para demostrar que Dios existe y recompensa a aquellos que le buscan (Hebreos 11:6). Como Pablo, ellos aprendieron el secreto de enfrentar abundancia y necesidad: confiar totalmente en Dios, su tesoro.
Lo que sea necesario
Los cristianos que vivimos en abundancia debemos prestar atención a la historia del joven rico. Necesitamos que esta historia nos alarme. Pues toda la historia de la iglesia ha sido testigo de la tendencia generalizada a que mientras más acaudalada se hace, más corrupta, indulgente y apática se vuelve. Y siente menos urgencia por las almas perdidas. Para las personas en nuestro entorno es mucho más difícil ser cristianos verdaderos que para un camello pasar por el hueco de una aguja.
Pero Jesús nos deja una gran esperanza. Él anuncia: “Para los hombres es imposible (manejar con fe las riquezas materiales), pero no para Dios, porque todas las cosas son posibles para Dios” (Marcos 10:27). Entonces, corramos a Jesús —quien tiene el poder de hacer aquello que es imposible para nosotros —, arrodillémonos ante Él y oremos:
Haz lo que sea necesario, Señor, para ayudarme a confiar verdaderamente en ti como mi mayor tesoro. Preferiría perder mi seguridad material y ganar el reino de los cielos que ganar el mundo y perder mi alma. Todo lo que tengo es tuyo — mi vida, mi familia, mi tiempo, mi dinero, mis posesiones, mi futuro¬— y voy a administrarlo según tu voluntad, aun cuando hacerlo signifique perderlo (Filipenses 3:8). Y te invito a escudriñar mi corazón y poner a prueba mi fe.