Vivamos como hijos e hijas del Rey
Este mundo nos ha enseñado a ganarnos las cosas.
Hemos sido condicionados a tener que ganarnos las cosas desde que tenemos uso de razón. Ganarnos la admiración y afirmación de nuestros padres, ganarnos las calificaciones de nuestros maestros, ganarnos el tiempo de juego de nuestros entrenadores, ganarnos la atención de los varones o de las chicas y eventualmente el salario de nuestros jefes. Aprendemos a ganarnos las cosas antes de aprender a hablar y aun a caminar.
Pero nuestra tendencia a ganarnos todo nos paraliza ante el ofrecimiento de Dios de la verdadera gracia. No sabemos cómo recibir favores sin trabajar por ello. Por lo tanto sutilmente (o de forma no tan sutil) cambiamos el verdadero evangelio porque preferimos trabajar y servir a Dios como esclavos (o al menos como empleados), y no como hijos. No nos sentimos seguros dejándolo a Él hacer todo el trabajo. En cambio, ganarnos las cosas nos da alguna apariencia de control. Simplemente no podemos concebir que la seguridad y la vida eterna puedan ofrecerse como un regalo.
Tres promesas para los hijos de la gracia
Gálatas en general nos muestra que seremos tentados a cambiar y negar el evangelio, tratando a Dios como un Amo impersonal, y no como un padre. Trataremos de esforzarnos ante Él para ganarnos su amor cuando Él ya nos amó y envió a su hijo por nosotros.
Pero cuando vino la plenitud (el cumplimiento) del tiempo, Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción de hijos. Y porque ustedes son hijos, Dios ha enviado el Espíritu de Su Hijo a nuestros corazones, clamando: “¡Abba! ¡Padre!” Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios (Gálatas 4:4-7, LBLA)
Tres hermosas promesas poco comunes descansan en estos cuatro versículos para los preciosos hijos e hijas de Dios. Primero, cuando Dios redime, nos asegura para siempre. Él nunca se olvida o abandona a sus hijos. Con Cristo contamos con seguridad eterna. Segundo, tenemos intimidad, una profunda, personal y placentera relación con nuestro Padre, quien nos conoce completamente, quien nos ama constantemente, quien promete protegernos y proveer para nosotros. Tercero, con Cristo somos herederos de todas las cosas, todas. Seguridad. Intimidad. Y la verdadera y abundante prosperidad.
1. Estamos a salvo
La gran amenaza en nuestras vidas es nuestro propio pecado, porque cada pecado merece la ira de Dios. El Dios a quien ofendemos, contra quien nos rebelamos, nos guardó de su total, justo y merecido castigo cuando clavó a su Hijo en la cruz. (Isaías 53:6, 10). No deberíamos preguntarnos si somos suficientemente buenos. No lo somos. Pero Cristo sí. Y estando en Él por la fe, somos contados por justos en Él. Dios nos puede disciplinar como un buen padre (Hebreos 12:6-7), pero no nos castigará una segunda vez porque Él ya castigó a su Hijo (Romanos 8:1). Estamos a salvo y seguros bajo el cuidado de nuestro Padre.
Cada momento de cada día anteriormente a que nos rindiéramos a Cristo, estábamos bajo un horrible peligro eterno. Cada segundo que lo resistíamos nos poníamos en un peligro más y más grande, no teniendo idea de hacia dónde íbamos y lo que pagaríamos por nuestro pecado.
Pero Dios nos rescató en Cristo (en la cruz). Él pagó nuestra deuda, pagó nuestro perdón y libertad, y clavó nuestra seguridad bajo el valor de su hijo. “A fin de que redimiera a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción de hijos” (Gálatas 4:5). Como hijos de Dios estamos a salvo y seguros de un horror que no podemos imaginar. Estamos a salvo. Tenemos un Padre que vela por nosotros, quien conoce nuestras necesidades, quien venció a la muerte por nosotros. Quien promete llevarnos hacia Él seguros.
2. Nos conoce y nos ama
No solo somos salvos por Dios (en la cruz) y de Dios (su ira) sino que también somos salvos por Dios. Ser parte de la familia de Dios significa disfrutar de una relación Padre e hijo con él. “Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ‘¡Abba! ¡Padre!’” (Gálatas 4:6). Podemos venir a la misma presencia de Dios y hablar con Él, adorarlo, y pedir ayuda. Si estamos en Cristo, tenemos un Protector y Proveedor poderoso y que cuida de nosotros.
La palabra que Pablo usa cuando dice: “Dios envió a su Hijo” (Gálatas 4:4), es la misma palabra que el usa dos versículos más adelante: “Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ‘¡Abba! ¡Padre!’» (Gálatas 4:6). De la misma manera en que Dios envió a su hijo a nuestro mundo quebrantado, así también su Espíritu es enviado a nuestro corazón pecaminoso para hacernos hijos e hijas.
Por su Espíritu, Dios mismo está en nosotros ligándonos a Él y haciéndonos suyos, y dándonos acceso a Él ahora a través de la oración, y luego cara a cara en la eternidad. Tenemos intimidad con el único que nos conoce verdaderamente y nos satisface (Salmo 16:11). Por nuestra fe, Él vive en nosotros, nos escucha, nos ama; y está con nosotros en su Espíritu.
El Espíritu nos da confianza y libertad para clamar a Dios. Nos asegura que Dios realmente nos ama. El clamor que Él inspira es el clamor a un papá: “¡Abba Padre!”. El Espíritu dentro de nosotros ruega como un hijo, y no como un esclavo. Como hijos, nuestra intimidad con el Padre significa que su amor es profundo, persistente, y no basado decisivamente en nuestras acciones. Nos conoce completamente y nos ama profundamente. Somos suyos.
3. Somos ricos más allá de lo que imaginamos.
Por último, poseemos una herencia divina verdadera, perdurable, diferente a la prosperidad del mundo y guardada en el cielo para nosotros. “Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios” (Gálatas 4:7).
No es un error que, cuando Pablo compara los hijos con los esclavos, él llama al hijo “dueño de todo” (Gálatas 4:1). Él está hablando de hijos en general, pero quiere que veamos lo que significa ser un hijo de Dios. Todo lo que posee, y Él posee todo, lo quiere compartir con sus hijos redimidos y adoptados.
Pablo escribe, “Así que nadie se jacte en los hombres, porque todo es vuestro: ya sea Pablo, o Apolos, o Cefas, o el mundo, o la vida, o la muerte, o lo presente, o lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Corintios 3:21-23). Esa promesa es tan espectacular que es imposible de contar o estimar lo que podría significar. Un día, lo tendremos todo. Y aun lo más grande que pudiéramos poseer no es lo que Dios nos pueda dar sino Él mismo. Él es lo más valioso, lo que más satisface, la realidad más gratificante que existe, y en Cristo, somos suyos y Él es nuestro (Apocalipsis 21:3)
Nada más importante
Por último, si ya poseemos todo esto según el evangelio, entonces no nos desviemos, y no tratemos de ganarnos la salvación de Dios o buscar una satisfacción absoluta en este mundo. Nada en este mundo es digno de hacer que perdamos lo que Dios solamente puede dar a sus hijos. Cuando cambiamos el evangelio o lo abandonamos, corremos el riesgo de perderlo todo. Es imposible de describir lo que está en juego. No hay nada más importante para nosotros que estar bien y saber cómo estar bien con Dios.
Duplicamos las ofensas contra Él cuando creemos que tenemos alguna capacidad para hacerlo todo bien en nuestras fuerzas. No tenemos que hacerlo, de hecho ni lo intentemos, porque Dios ya ha hecho el trabajo por nosotros para que seamos parte de su familia. Y porque somos sus hijos e hijas poseemos seguridad eterna, intimidad profunda, e infinitas riquezas. Y lo mejor de todo, lo tenemos a Él.