Deja a un lado el peso de la inseguridad
Cuando las personas son inseguras se pueden expresar de maneras muy diferentes según su temperamento, valores y costumbres condicionadas, que con frecuencia están moldeados por experiencias del pasado. En algunos, la inseguridad se manifiesta como mansedumbre, docilidad y aceptación constante de la culpa. En otros, se manifiesta mediante una valentía fingida, una actitud rebelde y desafiante y la costumbre de jamás admitir sus errores. A una persona, la inseguridad la impulsa a evitar a toda costa llamar la atención; a otra, la impulsa a exigir tanta atención como sea posible.
Todos estamos familiarizados con la inseguridad, pero ¿qué nos hace sentir así y cómo nos liberamos de ella?
¿Qué es la inseguridad?
La inseguridad es una forma de miedo y Dios, en efecto, sí quiere que ciertas cosas nos hagan sentir inseguros.
Si salimos a un balcón de madera que está en un segundo piso y notamos que la madera se está pudriendo, debemos sentir inseguridad. Si vivimos o trabajamos con una persona deshonesta o agresiva, debemos sentirnos inseguros. Si vamos en caravana militar por un camino solitario en Afganistán, por terreno del Talibán, debemos sentirnos inseguros. Del mismo modo, cuando por primera vez sentimos convicción de pecado y nos damos cuenta de que estamos bajo la ira de Dios porque no estamos reconciliados con Él en Cristo, debemos sentir inseguridad.
Dios ha diseñado la inseguridad para que fuera una advertencia de que somos vulnerables a alguna clase de peligro. Nos enseña a tomar medidas precautorias.
En el lenguaje cotidiano actual estadounidense, lo que normalmente queremos dar a entender cuando decimos “inseguridad” no es solo un miedo que las circunstancias provocan, sino un temor tan recurrente que podría considerarse un estado de ánimo. Hablamos de “sentirse inseguro” o podríamos referirnos a tal persona como una “persona insegura”; lo que queremos decir cuando hablamos de una persona así es que es una persona que tiene una grave falta de confianza en sí misma o un temor muy fuerte al rechazo o a la desaprobación de los demás, o una sensación crónica de inferioridad.
Pero ¿de qué tenemos miedo? ¿De qué peligro nos advierte esa clase de inseguridad? Nos dice que nuestra identidad es incierta o se siente amenazada.
¿Dónde encuentras tu identidad?
Nuestra identidad es lo que entendemos que somos en lo más profundo de nuestro interior. Es nuestra esencia o lo que queremos creer (y queremos que otros crean) que es nuestra esencia, incluso si en verdad no lo somos.
¿De dónde proviene la percepción de nuestra propia identidad? He aquí la pregunta crucial y el meollo del problema. Nuestra respuesta a esa pregunta define si un día vamos a liberarnos de la inseguridad o no.
No es una respuesta fundamentalmente intelectual. Todos sabemos que podemos “saber” la respuesta correcta, pero sin saberla. Contestamos esa pregunta desde el corazón porque nuestra identidad está ligada a lo que en verdad amamos, lo que queremos de veras, lo que creemos que ciertamente nos ofrece esperanza. O sea, siempre hallamos nuestra identidad en nuestro dios.
Nuestro dios puede ser o no el dios de nuestro credo. Es posible decir que nuestro dios es el Señor y que no sea verdad (Lucas 6:46; Isaías 29:13). Nuestro dios es la persona o entidad que creemos que tiene la mayor autoridad para determinar quiénes somos, por qué estamos aquí, qué debemos hacer y cuánto valemos. Nuestro dios es aquello que no podemos evitar buscar y seguir, porque creemos que sus promesas nos brindan la mayor felicidad.
¿Qué nos dice la inseguridad?
Así que, cuando nos sentimos inseguros por algo que amenaza la percepción de nuestra identidad, esa sensación nos dice algo de nuestro dios. En ese sentido, la inseguridad se convierte en misericordia, aunque casi nunca se siente así. Se siente como ineptitud, fracaso o condenación. Nos pesa, nos hace sentir vulnerables y nos da incertidumbre.
Por este motivo, con frecuencia nuestra reacción ante esa clase de inseguridad es evitarla. Tratamos de evitar a las personas o situaciones que la despiertan, intentamos mitigarla buscando varias formas de afirmación personal por parte de los demás o buscamos la manera de huir a otras cosas, cosas que muchas veces son adictivas, que calman el temor respecto de nuestra identidad, que nos distraen o nos permiten fantasear para escapar al problema, temporalmente al menos. Incluso, podría ser todo lo último.
Huir de la inseguridad es buena idea pero, casi siempre que la evitamos, lo hacemos huyendo por el rumbo equivocado. O para decirlo de otra manera, esos rumbos casi siempre son medicinas para aliviar el dolor y no para curarlo. No hacen nada para enfrentar el miedo que guardamos respecto de nuestra identidad.
Dios diseñó la inseguridad para que la examináramos y así pudiéramos escapar del peligro. Por eso, es una forma de misericordia. Esa clase de inseguridad es un calibrador de Dios en nuestras almas. Nos informa que algo está mal con lo que oímos que Dios u otro dios nos dice acerca de quiénes somos. Las creencias verdaderas son desafiadas y quizás refinadas; las falsas, por fin quedan expuestas.
La invitación de la inseguridad
Exponernos. Aborrecemos que nos expongan, por ese motivo tendemos a evitar la inseguridad en vez de examinarla. Tememos analizar bien nuestra identidad porque tenemos miedo de que nuestro calibrador vaya a confirmar nuestros peores temores. No queremos que exponga que somos ineptos, insignificantes, fracasados o condenados.
Por instinto sabemos que “en [nosotros] —a saber, en [nuestra] carne— no mora el bien” (Romanos 7:18), y sabemos que nuestras almas “están desnudas y expuestas ante los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:13). Todavía cargamos con aquel instinto al que la caída nos indujo, un instinto de cubrir nuestra vergüenza delante de Dios y todos los demás (Génesis 3:8-21).
Sin embargo, sea que lo creas o no, la inseguridad no es solo una advertencia; es también una invitación. Cuando nos sentimos inseguros, Dios nos está invitando a escapar del peligro de las falsas creencias acerca de quiénes somos, por qué estamos aquí, qué debemos hacer y cuál es nuestro valor personal, para encontrar un refugio tranquilo en lo que dice Él con respecto a todas estas cosas.
Entre más entendemos el evangelio de Jesucristo, más hallamos que es el final de nuestra inseguridad: en esta vida no llegaremos a un final perfecto, pero sí iremos creciendo y un día llegaremos a ese punto.
- ¿Hemos pecado y mucho? En Cristo “tenemos redención, el perdón de los pecados” (Colosenses 1:14).
- ¿Nos sentimos como huérfanos, extranjeros y peregrinos? En Cristo hemos sido adoptados por Dios para ser sus hijos y ahora somos miembros de su familia y herederos de todas las cosas con Cristo (Efesios 1:5; 2:19; Romanos 8:17).
- ¿Nos sentimos fracasados y miserables? En Cristo, de una forma casi increíble, al final todos los fracasos nos ayudarán a bien (Romanos 8:28).
- ¿Nos sentimos débiles e ineptos? En Cristo, Dios ama escoger lo débil y lo necio porque, cuando somos débiles, Él promete que su gracia será suficiente para nosotros, de tal manera que podemos aprender a gloriarnos en nuestras debilidades porque resaltan su fuerza (1 Corintios 1:27-31; 2 Corintios 12:9-10).
- ¿Nos sentimos insignificantes y despreciables? En Cristo fuimos escogidos por Dios (Juan 15:16), quien, según su propósito, nos asignó una función única y necesaria en su cuerpo (1 Corintios 12:18).
Ahora Cristo es nuestra identidad: ¡eso es lo que significa ser cristianos! Sin embargo, en Cristo no perdemos nuestra verdadera identidad y esencia; llegamos a ser nuestra verdadera identidad y esencia. En Cristo nacemos de nuevo y somos nuevas personas y, por ese motivo, en el siglo venidero, Él nos va a dar un nuevo nombre (Apocalipsis 2:17). Podríamos decir mucho más sobre este tema.
Deja a un lado el peso de la inseguridad
No obstante, si estas promesas no nos satisfacen —si necesitamos que la aprobación de los demás nos dé validez, si las críticas o el rechazo nos debilitan, si vemos un patrón regular de desobediencia a Cristo porque queremos evadir la atención o porque la exigimos, si estamos atrapados en pecados cotidianos o adictivos que nos permiten aliviar nuestros temores—, entonces nuestra inseguridad nos indica que tenemos un problema: hemos erigido un ídolo. Tenemos un dios falso que tenemos que tumbar, un peso por el pecado que es necesario dejar a un lado (Hebreos 12:1).
Evitar pensar en la inseguridad no nos libera de ella. Dios quiere que la examinemos aunque temamos hacerlo. Sin embargo, no debemos hacer caso a nuestros temores, porque no nos dicen la verdad. Si venimos a Cristo con nuestro pecado y deseando arrepentirnos, Él nos dice:
- No te voy a condenar porque fui condenado por ti (Juan 8:10, 2 Corintios 5:21).
- Ven a mí y te daré descanso (Mateo 11:28).
- Te amaré para siempre y nunca te fallaré (Salmos 103:17).
- Te llenaré de la paz que sobrepasa todo entendimiento (Filipenses 4:6-7).
- Te voy a hacer más seguro de lo que jamás soñaste (Salmos 27:5; 40:2).
Hay un final para la inseguridad y todas las batallas carnales que ella genera. Terminan en Jesús. Traigamos todas nuestras inseguridades a Él y cambiémoslas por el yugo ligero de su gracia (Mateo 11:29-30).