Cómo resolver la mayoría de los conflictos relacionales
Pocas cosas drenan más nuestra alegría, son tan emocionalmente exigentes, y distraen tanto mentalmente como el conflicto relacional. Y pocas cosas causan tantos estragos y destrucción en las vidas como los conflictos relacionales. Y gran parte de ello es evitable.
Por supuesto que no todos los conflictos son evitables. Algunos desacuerdos se basan en cuestiones tan fundamentales para la verdad, la rectitud y la justicia, que la convicción de conciencia exige que mantengamos nuestra posición, incluso si se rompe una relación. Después de todo, incluso Jesús dejó en claro que, para algunos de nosotros, su venida resultaría en una dolorosa separación de las relaciones importantes, significativas e íntimas en nuestras vidas (Mateo 10:34-36).
Pero la mayoría de nuestros conflictos en la vida no se producen por cuestiones tan fundamentales. Emergen de cosas secundarias, periféricas, triviales, o incluso totalmente egoístas. Y solo hay un camino hacia la paz en estos casos.
Pasiones que combaten
Santiago nos impacta cuando dice: “¿De dónde vienen las guerras y los conflictos entre vosotros? ¿No vienen de vuestras pasiones que combaten en vuestros miembros?” (Santiago 4:1, LBLA). Dios sabe que necesitamos que se nos diga esto. Pero no es que todavía no lo sepamos. A menudo lo admitimos en la privacidad de nuestros propios pensamientos. Simplemente nos es muy difícil admitirlo ante otra persona.
¿Cuántas veces después de un conflicto, una vez que estamos solos, nos hemos sentido culpables por la forma pecaminosa en que hablamos o tratamos a alguien? ¿Cuántas veces hemos fantaseado con las amables y amorosas cosas que desearíamos haber dicho, y ensayado el perdón y la reconciliación que querríamos? ¿Y cuántas veces, cuando se trata de decirle algo de verdad a la persona, de repente vemos que nos es muy difícil reconocer nuestro pecado, y comenzamos a suavizar y calificar nuestra disculpa? A veces incluso resucitamos el conflicto en lugar de resolverlo.
¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué la resolución de conflictos nos es tan difícil?
¿Por qué nos contenemos?
Ya sabemos la respuesta: el desagradable y egoísta orgullo. No queremos posicionarnos en un lugar vulnerable, no queremos perder todo el poder de negociación en la relación. No queremos admitir cuán necios y egoístas somos realmente. Una vez que sale ese gato encerrado, nunca podremos volver a atraparlo. Preferimos que nuestras pasiones permanezcan en guerra antes de renunciar a nuestro orgullo, incluso si eso significa que nuestras familias, amistades e iglesias sufran el daño colateral.
Santiago quiere que tomemos esto muy en serio, y por eso no se anda con rodeos para llamarnos a cuentas. Él llama a estas pasiones que combaten amistad con el mundo y adulterio espiritual, y dice que rendirse a ellas nos pone en enemistad con Dios (Santiago 4:4). Cuando les permitimos gobernar nuestro comportamiento, actuamos como enemigos de Dios. Y, como lo ilustra la parábola de Jesús acerca del siervo que no perdona (Mateo 18:21-35), es algo verdaderamente serio.
El único camino hacia la paz
No podemos negociar o llegar a compromisos con el orgullo —debemos matarlo. Y esta es probablemente la batalla de fe más difícil en la que alguna vez participaremos.
El orgullo es el enemigo en nuestro interior que nos habla como un amigo. Su consejo se parece tanto a la autoprotección, la preservación y la promoción, que a menudo nos cegamos al hecho de que está destruyéndonos a nosotros y a los demás. Se eleva con gran indignación como fiscal acusador cuando el orgullo de los demás nos perjudica, pero minimiza, califica, excusa, racionaliza y desvía la culpabilidad de nuestro comportamiento cuando dañamos a otros. Podemos ser engañados fácilmente y creer que nuestro orgullo quiere salvarnos, cuando, en realidad, es nuestro Judas interno que nos traiciona con un beso.
Debemos, para usar un término antiguo, hacer morir —matar el orgullo. Y solo hay una forma de hacerlo: hemos de humillarnos.
La promesa en la humildad
Hemos de rechazar el consejo de nuestro orgullo y aceptar las instrucciones de nuestro Señor, que dice “humillaos”, porque los humildes finalmente serán exaltados, pero los orgullosos serán horriblemente humillados al final (1 Pedro 5:6; Mateo 23:12).
Y, sí, esto es difícil. Matar el orgullo es difícil. Requiere valor —el valor de la fe. Porque significa nada menos que colocarnos en el lugar vulnerable donde tememos que podamos (y quizá hasta suceda) ser rechazados; en la posición débil donde perderemos nuestra ventaja de negociación; en el humilde lugar donde somos obligados a admitir lo necios y egoístas que realmente somos. Debemos confiar en Dios para la pérdida de capital de reputación que podamos experimentar, y con la posibilidad de que otros puedan usar nuestra confesión y humildad para tomar ventaja.
Debemos confiar en que la promesa de Dios a través del apóstol Santiago es más confiable que las promesas que hace nuestro orgullo: que, si nos humillamos, Él “[dará] mayor gracia”, porque “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6). Mientras más humildes seamos, más gracia fluirá.
Lo que nos hace brillar
Cuando nuestro pecado está alimentando un conflicto relacional, el orgullo nos dice que ocultemos la verdad detrás del disfraz de la defensa engañosa y la ira manipuladora. Una fachada de dignidad parece más valiosa que la gloria de Dios, y el preservar nuestra reputación parece más valioso que preservar nuestras relaciones. Pero Dios nos dice que expongamos humildemente nuestro pecado, porque su gloria (y una relación restaurada) nos satisfará mucho más que una postura superficial y una falsa reputación.
Cuando, a través de la humildad, evitamos las murmuraciones egoístas y las disputas orgullosas, “resplandecemos como luminares en el mundo”, mostrando ser hijos de Dios (Filipenses 2:14-15). El orgullo oculta esta luz, pero la humildad la permite brillar. Es la humildad lo que realmente nos hace resplandecer.
Por eso Jesús dijo: “Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Los pacificadores que resplandecen más no son aquellos que simplemente median entre las partes en conflicto, sino aquellos que, por su humilde ejemplo de admitir el pecado y perdonar con gracia a otros, demuestran cómo se hace la paz —la única forma en que se logra la verdadera paz.
¿Tenemos un conflicto relacional? Entonces tenemos una invitación del Señor para mostrar el poder redentor del Evangelio, para disminuir la atadura que el orgullo tiene sobre nosotros, y para permitir que fluya más de su gracia hacia y a través de nosotros al humillarnos. Es una invitación a someternos a Dios, resistir al diablo y verlo huir de nosotros (Santiago 4:7).