Esperanza que purifica
Nuestro Padre celestial nos anima a alejarnos del pecado por medio de fuertes advertencias en las Escrituras (Hebreos 6:4–8; 10:26–31). Pero también nos motiva a santificarnos a través de nuestra confianza, como en 1 Juan 3:2a–3:
"Pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él porque le veremos como Él es. Y todo el que tiene esta esperanza puesta en Él, se purifica, así como Él es puro" (LBLA)
Esta confianza echa raíces en la vida de todo creyente convencido de que su futuro está ligado de forma indivisible a la presencia de Cristo. Cuando reconocemos que nuestro futuro personal está completamente ligado a Cristo, nos esmeramos por hacer de la pureza un hábito.
Y este pasaje está dirigido a aquellos que se purificarán a sí mismos, que suena un poco extraño al principio. Pero es cierto. La sangre de Cristo nos purifica (1 Juan 1:7), y nosotros nos purificamos a nosotros mismos (1 Juan 3:3). Es otra forma de decir que nosotros obramos el milagro de la santificación.
El mensaje en 1 Juan 3:2–3 es espléndidamente sucinto. Todo nuestro futuro está ligado a Cristo. Cuando vemos nuestro futuro en Él, empezamos a verlo como el modelo de nuestra santidad, la meta de nuestra santidad, el fin de nuestra santidad, y la inspiración para nuestra santidad.
"No puedes depositar tu esperanza en todas las promesas que Dios tiene para nosotros en Cristo y vivir como todos aquellos que dependen del dinero, la seguridad y el prestigio para sentirse satisfechos".1 No, no podemos hacer eso, porque nuestro futuro está ligado a Cristo. Un día lo veremos cara a cara para ser completamente glorificados. Esta esperanza futura no nos produce pereza; al contrario, esta esperanza futura nos impulsa a la pureza.
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John Piper, A Godward Life: Savoring the Supremacy of God in All of Life (Multnomah, 1997), 209. ↩