La gracia debe ser gratuita
Por fe andamos, no por vista. (2 Corintios 5:7)
Imaginemos que la salvación es una casa en la que vivimos.
Nos proporciona protección. Está provista de comida y bebida que nunca se acabarán. Jamás se deteriorará ni se derrumbará. Sus ventanas nos permiten contemplar panoramas de gloria.
Dios la construyó a un costo muy alto, que asumieron él y su Hijo, y nos la entregó.
El contrato de «compra» se titula «el nuevo pacto». Los términos dicen: «Esta casa será y seguirá siendo de ustedes si la reciben como un regalo y si se deleitan en el Padre y en el Hijo, que habitarán en la casa con ustedes. No deben profanar la casa de Dios abrazando a otros dioses ni desviar su corazón en pos de otros tesoros».
¿No sería necio aceptar los términos del contrato y luego llamar a un abogado para que diseñe un plan de amortización con pagos mensuales, con la esperanza de algún día lograr pagarla por completo?
Ya no estaríamos considerando a la casa un regalo, sino una compra. Dios ya no sería benefactor libre, y nosotros quedaríamos esclavizados a un nuevo conjunto de demandas que él nunca soñó con imponernos.
Si la gracia ha de ser gratuita —y ese es precisamente el significado de la gracia— no podemos concebirla como un pago que hay que devolver.