Una oración por el alma de los padres
La crianza de los hijos es inevitablemente un trabajo de esperar.
Como padre, especialmente de niños pequeños, se está constantemente dedicando tiempo y energía en algo que no produce resultados inmediatos. No está claro, en cien planos diferentes, si lo que estamos haciendo tendrá un efecto duradero en nuestros hijos – lo cual resulta muy difícil pues lo que queremos de verdad son efectos duraderos.
No se trata de si los niños duermen toda la noche, tienen una buena siesta, si son educados en la mesa, o aprenden a no tener una mala actitud si las cosas no salen como quieren. De seguro, gastamos muchísimo tiempo y energía en ello, pero no se trata de eso. Más bien, todo ese esfuerzo es porque queremos que, a largo plazo, se conviertan en cierta clase de persona. Queremos que se conviertan en adultos maduros. Todas las cosas pequeñas que hacen los padres, desde pedirles a nuestros hijos que pidan “permiso” y que digan “gracias”, apunta hacia su futuro.
Pero esta inversión con vistas al futuro no es siempre segura. Con suerte, podremos ver algún progreso en nuestros hijos cuando son jóvenes, pero no podremos ver todo, y a veces veremos tan poco que nos sentiremos muy desanimados. Estoy seguro, por ejemplo, que los devocionales familiares son más para la paciencia de los padres que para el bienestar de los niños. Es difícil ver el efecto de forma inmediata. Y honestamente, no tenemos garantía de ver algo.
No sé si veré a mis hijas casarse, o a mis hijos convertirse en hombres valientes. No lo sé. Los padres nunca pueden saber. Mucho de lo que hacemos es una inversión en lo que no se ve, por lo tanto, es un trabajo de profunda fe. Es un trabajo de esperar. Un trabajo arriesgado.
La crianza de los hijos, como ninguna otra cosa, nos expone a la posibilidad de sufrir profundamente. Todavía recuerdo uno de los primeros consejos que recibimos mi esposa y yo de un miembro de la iglesia más sabio y mayor, hablando compasivamente de nuestra hija. “Les partirá el corazón, ¿saben?” No significa que les partirá el corazón por ser graciosa, o por tener a papá en la palma de la mano. Significa que les “partirá el corazón” porque van a amar a esa persona tanto que la idea de verla sufrir los enloquecerá, y un día tomará sus propias decisiones y no estarán de acuerdo con muchas de ellas, de hecho, algunas serán decisiones peligrosas y sentirán en el alma un dolor que no habían sentido nunca.
Sabía de lo que hablaba. Nos decía que aun con todo nuestro amor, cuidado y enseñanzas, a pesar de lo que sugieren algunos libros, no sabemos cómo resultará todo. La crianza de los hijos nunca es una inversión segura con resultados inmediatos. La crianza de los hijos es inevitablemente el trabajo de esperar.
Así que ¿cómo hacemos eso?
Hazme oír, guíame
Hay una oración en el Salmo 143 que puede ayudarnos. El objetivo de esta oración no es aconsejar a los padres, sino que es para el alma de los padres. El enfoque no es los métodos o procedimientos en cuanto a la crianza de los hijos, sino las posiciones de su corazón como padres.
El contexto de la oración es David en una situación difícil. Escribe, “Pues el enemigo ha perseguido mi alma, ha aplastado mi vida contra la tierra; me ha hecho morar en lugares tenebrosos, como los que hace tiempo están muertos” (Salmos 143:3, LBLA). Esa última oración es una forma intensamente poética en que David dice que está esperando – que está en el limbo, que no sabe qué va a pasar después. Ha esperado tanto, de hecho, ha habido tan poca actividad, tan pocos frutos visibles, tan poca apreciación hacia quién es él, que se siente como un cadáver. A veces podemos sentir que estamos justo en ese punto como padres.
Pero veamos la fe de David unos versículos más adelante. “Respóndeme pronto, oh Señor, porque mi espíritu desfallece; no escondas de mí tu rostro, para que no llegue yo a ser como los que descienden a la sepultura” (Salmo 143:7).
Luego el versículo 8:
Por la mañana hazme oír tu misericordia,
Porque en ti confío;
Enséñame el camino por el que debo andar,
Pues a ti elevo mi alma.
Aquí hay dos peticiones, cada una seguida de una razón. Primero, David ora, “Por la mañana hazme oír tu misericordia”. ¿Por qué? Porque confío en ti. Segundo, “Enséñame el camino por el que debo andar”. ¿Por qué? Pues a ti elevo mi alma.
En medio de la confusión, cuando sus enemigos están detrás de él, David ora simplemente, y lo podemos resumir en, Hazme oír y guíame. Esta es la pequeña frase a recordar.
¿A dónde voy?
“Enséñame el camino por el que debo andar”. Esta segunda parte de la oración es la que tiene más sentido. Si miramos la vida a futuro y sentimos ese nudo de incertidumbre en la garganta, tal vez la oración más fácil es para que Dios nos enseñe a dónde ir. Nuestros hijos están creciendo y hay miles de decisiones que tenemos que tomar por ellos. Nos dirigimos a un lugar, hacia adelante en este viaje de crianza de los hijos y, de repente, el camino se divide en cinco direcciones diferentes. ¿A dónde vamos? ¿Qué hacemos? La oración es sencilla: Dios, enséñanos el camino. A ti elevo mi alma. ¡A ti! Eres todo lo que tengo. Enséñame a dónde ir.
Pero antes que David llegue aquí, entona otra oración que es menos intuitiva. Antes de pedirle a Dios que le enseñe el camino, él pide, “Por la mañana hazme oír tu misericordia”. Oír es menos automático que pedir ayuda cuando no podemos mantener la cabeza fuera del agua. Pedir oír es aún menos automático que oír. Es algo que escogemos, algo que sabemos que necesitamos. Eso es lo que ocurre aquí.
¿Me Amas?
David sabe que lo primero – en la mañana- que necesita recordar es la misericordia de Dios. Quiere decir, que antes de empezar a salir, antes de pensar la estrategia para su próximo movimiento, antes de decidir cualquier cosa, hay algo que debe hacer por sobre todo lo demás: ¿Dios es para él? ¿Dios lo ayudará? ¿Dios lo ama?
David necesita escuchar nuevamente que Dios lo ama, que cumple sus promesas, que es bueno. Los padres también. Necesitamos saber lo que Dios dice de nosotros. Es 'Él, después de todo, en quien confiamos. Contamos con Él. ¿Qué dice Él?
Él dice, te amo. Dice, he demostrado mi amor por ti. He demostrado mi amor por ti tan claramente que mientras continuabas pecando, mi Hijo murió por ti (Romanos 5:8). Por tu bien, hasta hice a mi hijo no pecador ser pecado para que en Él pudieras convertirte en su justicia (2 Corintios 5:21). Mi hijo te ha redimido de la maldición de la ley convirtiéndose en una maldición por ti (Gálatas 3:13). No te he salvado por tus obras – no por lo buena madre que puedes ser- te he salvado por mi propia misericordia (Tito 3:5). Recuerda, papá, tú no me escogiste, yo te escogí a ti. Yo te llamé aquí. Yo te he redimido. Eres mío (Juan 15:16, Isaías 43:1). Mamá, papá, estoy rodeándoles con mis brazos. Nunca los voy a dejar ir (Juan 10:28). Por lo tanto, no tengáis miedo, porque estoy con vosotros. No estéis preocupados, mamá, papá, porque yo soy su Dios. Los fortaleceré. Los ayudaré. Los sostendré con la diestra de mi justicia (Isaías 41:10).
Sí, necesitamos oír la misericordia de Dios. Necesitamos esa ancla para nuestras almas antes de escuchar cualquier otra cosa. Hazme oír y luego guíame.
La crianza de los hijos es inevitablemente un trabajo de esperar. Pero aquí, en este lugar de incertidumbre, por medio de esta oración, recordamos el claro reflejo del amor de Dios en la cruz y la victoria de Jesús, y luego echamos a navegar con todas las promesas de Dios a causa de ese amor. Hazme oír, guíame.